Hacia una nueva moral mayoritaria

Si alguien me pidiera una definición de política, diría, admito que de un modo apresurado y quizás demasiado pragmático, que es la manera en que se gestionan los intereses diversos, en ocasiones contrapuestos, de quienes componen un colectivo.

Dicha gestión se hace indispensable en una sociedad como la nuestra, con un nivel de complejidad mayúsculo, algo que Tönnies, sociólogo tempranero, nominó como el paso de la comunidad a la sociedad, con grupos de interés respecto a temas que atraviesan todas, absolutamente todas, las esferas de la vida.

En los últimos decenios, la sociedad ha caminado hacia la ampliación casi total de las libertades individuales. Me explico. Antes, cuando un ciudadano nacía, la sociedad le tenía preparada una existencia de la que era bastante difícil zafar.

En Chile, por ejemplo, un niño debía comportarse, a nivel de gestos, actitudes y gustos, como un hombre, es decir, de la forma en que tradicionalmente se entendía la masculinidad. Esto es, debía ser un proveedor eficaz, tener descendencia, ser católico apostólico romano o por lo menos cristiano, disfrutar del fútbol, los asados y la cerveza.

La sociedad actual, más la europea, es cierto, pero comienza a suceder en Chile también, nos ofrece variadas opciones.

Un niño que nazca hoy en nuestro país tiene muchísima más libertad para elegir su género del abanico que se abre entre lo hétero, homo, trans, bi, intersexual. Puede no ser un gran proveedor pues su pareja, independiente de si es mujer u hombre, también trabajará. Puede no tener hijos y además ser budista o ateo, practicar yoga, ser vegano, animalista y no conocer al 11 de la selección chilena.

Es verdad, tomar las opciones minoritarias en Chile todavía significa sanción social. Pero, qué duda cabe, se ha avanzado. Esa marcha triunfal de las libertades individuales como único dogma o,como señala el sociólogo francés Gilles Lipovetsky, la idea de que la realización personal es lo esencial, el gran programa político contemporáneo (de ahí el éxito de Pilar Sordo y la autoayuda), primero permea la cultura y luego comienza a exigir el aggiornamiento de las estructuras legales, que van siempre a rezago de las formas de vida de la población.

En ese sentido, hace solo tres décadas la política se resolvía en términos harto más gruesos, con menos singularidades. Había, en lo fundamental, dos posibilidades, dictadas al tenor de la Guerra Fría. Es algo esquemático decirlo así, pero mediando el siglo pasado si no eras proletario o partidario de la hegemonía del proletariado, entonces eras un burgués; si no eras revolucionario eras reaccionario o, peor, contrarrevolucionario; si no eras de izquierda, pues entonces eras de derecha.

Las cosas han cambiado por la victoria de uno de los dos bloques, el que defendía la democracia representativa y el mercado como el mejor sistema de desarrollo y convivencia. Es decir, el liberalismo.

No obstante, la sociedad sigue teniendo intereses diversos, muchas veces contradictorios entre sí. Y, cuando las libertades individuales se extreman, la política adquiere otras formas para gestionar esos intereses. De ahí que en la actualidad las luchas se den, principalmente, en otros planos, siendo el más relevante el cultural.

Unas semanas atrás, Camila Vallejo dio una muestra de ello al pasar por alto una tradición que, no por absurda e improcedente, estaba olvidada: iniciar una sesión de la Cámara de Diputados, en este caso, de la Comisión de Ciencia y Tecnología, nada menos que en nombre de Dios.

A eso podemos sumar que en Fiestas Patrias ya sean frecuentes las manifestaciones contra otra de nuestras rancias tradiciones: el rodeo o que se generen movimientos ciudadanos que buscan frenar el desarrollo de proyectos que impactan negativamente el ecosistema donde pretenden insertarse.

En otro ámbito, en la actualidad se discuten dos temas centrales para el debate sobre Derechos Humanos y LGBTI: las leyes sobre matrimonio igualitario e Identidad de género. Huelga decir que ambas eran impensables al inicio de la democracia, donde ni siquiera teníamos una ley que regulara de un modo trasparente el divorcio y separábamos en categorías distintas a los hijos nacidos dentro o fuera del matrimonio.

Los cambios se están sucediendo de un modo apresurado en distintas esferas: los vínculos entre religión y Estado, nuestra relación con la naturaleza, el respeto a las elecciones personales de género y sexualidad y un largo etcétera.

A riesgo de parecer optimista, creo que se trata de una transformación de fondo, un giro radical en la moral mayoritaria. Por ello, el mundo conservador parece acorralado. Valórica y culturalmente es una minoría desconectada de la población, y desconcertada ante un mundo que cambia a un ritmo vertiginoso y para ellos incomprensible.

No impresiona, entonces, que José Antonio Kast levante una petición de censura contra Camila Vallejo; que Jacqueline Van Rysselberghe, en medio del debate sobre la interrupción del embarazo, señale que “¡Todos los fetos van a morir! Algunos a los 80 años y otros a los 10” o que el senador Manuel José Ossandón diga que “el sexo anal no es sexo".

Es indudable el cambio cultural, valórico, moral, que comienza a experimentarse. Ahora, lo importante es que no pasemos, en esta nueva forma que adquiere la moral mayoritaria, a una versión del siglo XXI de la Inquisición, con policías y censores de lo políticamente correcto. Aunque ese espectáculo, me temo, ya comienza a verse, sobre todo en el escenario ambiguo y distorsionador de las redes sociales.

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