La insensibilidad de la eutanasia

A menudo se acusa a quienes se oponen a la eutanasia de favorecer el sufrimiento por motivos ideológicos, pero este argumento evade la verdadera raíz del problema: ¿Por qué un paciente llega a desear la muerte asistida? Las razones inmediatas apuntan a evitar el dolor y al sufrimiento psicológico de sentirse una carga para sus familias.

Respecto de la primera razón, los cuidados paliativos han demostrado ser altamente efectivos en el control del dolor. De acuerdo con la escalera analgésica de la OMS, éstos logran controlar efectivamente el dolor en el 80-90 por ciento de los casos. Para síntomas refractarios, la sedación paliativa -ya regulada en Chile- ofrece una alternativa compasiva sin acelerar la muerte. Sin embargo, la cobertura es dramáticamente insuficiente. Mientras que en 2019 se estimaba que 104.922 personas necesitaban cuidados paliativos, hasta junio de 2025 solo 12.000 los recibieron en atención primaria del sistema público. La preocupante ausencia de datos oficiales actualizados sobre la demanda real en Chile revela una falla fundamental: ¿Cómo puede el Estado garantizar el acceso universal a cuidados paliativos si desconoce la magnitud real de la necesidad? Esto deja en evidencia que el fortalecimiento de los cuidados paliativos no es una prioridad para el gobierno.

El Ejecutivo ha planteado en el Congreso su intención de avanzar en cuidados paliativos y eutanasia en paralelo, pero la experiencia internacional es reveladora: las naciones europeas que prohíben la muerte asistida invierten hasta tres veces más recursos en cuidados paliativos que aquellas que la legalizaron. Cuando los sistemas de salud equiparan ambas opciones presupuestariamente, se crea un incentivo perverso donde la alternativa de menor costo puede preferirse por razones administrativas. La supuesta compasión del gobierno en realidad se traduciría en alivio financiero para un sistema hospitalario ineficiente que mantiene a más de 2,5 millones de personas en listas de espera.

En segundo lugar, el sufrimiento psicológico del paciente revela una peligrosa verdad: la eutanasia puede convertirse en un imperativo moral que obliga al enfermo a liberar a sus seres queridos de esta "carga", anteponiendo el bienestar ajeno a la propia vida. Es más, dicho imperativo podría transformarse en una presión proveniente de la sociedad para que el paciente tome la decisión "desinteresada", "altruista" y "heroica" de aliviar la vida de su entorno cercano a través de su muerte. Esta dinámica, lejos de ser un ejercicio de autonomía o generosidad, expone un sistema que aplica una política de descarte, justificando la muerte a través de la cosificación del paciente. Así, aprobar la eutanasia implica que el enfermo cargue con la presión de justificar su derecho a seguir viviendo.

La supuesta dignidad que proclama la acción eutanásica revela la más profunda insensibilidad de una cultura que ha perdido la capacidad de reconocer y acompañar el sufrimiento. Hemos construido una realidad que venera la juventud eterna y la productividad incesante, mientras exige una salud impecable y oculta deliberadamente la enfermedad, la dependencia y el sufrimiento. Una sociedad donde la fragilidad humana se percibe como un fracaso que debe eliminarse. No es coincidencia que la ministra de Salud recurra al eufemismo de "partir" para evitar nombrar la muerte que proponen acelerar. Esta negación colectiva de nuestra vulnerabilidad compartida transforma aquello que debiese ser sagrado en una transacción médica desprovista de humanidad.

La auténtica dignidad no reside en huir del dolor y esconder la fragilidad de la vida mediante la muerte anticipada, sino en crear una sociedad capaz de sostener al más frágil hasta su último aliento. Cuando las familias no pueden, el Estado, en subsidio, tiene el deber ineludible de garantizar que ningún ciudadano muera con dolor y desamparado. La eutanasia no es compasión: es la institucionalización del abandono y el reconocimiento oficial de que algunos seres humanos han dejado de merecer nuestro cuidado.

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