Piropos y masculinidad en crisis

¿Bajo qué circunstancias un piropo a una mujer en el espacio público es apropiado, oportuno, irreprochable? Bajo ninguna. Si ella no le ha pedido la opinión respecto de su apariencia física o no le ha consultado por sus fantasías sexuales la única respuesta posible es esa. El acoso sexual callejero es violencia de género, es abuso de poder patriarcal, es algo inaceptable en una sociedad de derechos y punto.

La expresión de un juicio estético o la manifestación del deseo sexual masculino es siempre un ejercicio de colonización violenta sobre el cuerpo y la psiquis ajena, representando la primacía intersubjetiva de género y la posición de poder de quien dice lo que se le viene en gana por sobre una otra subordinada que tiene que escuchar juicios sobre sí misma que no ha elegido oír.

El piropo, más allá de ser una institución nacional que hace síntesis del machismo fundante de la cultura local, es una práctica que remite a una relación estructural de dominio y sometimiento del cuerpo femenino, apenas este pasa el umbral de la infancia y descubre, casi siempre en una experiencia aterradora y traumática, que se ha vuelto objeto del deseo sexual masculino, el que se configura entonces desde la voracidad y la supremacía violenta.

Parte del proceso de rehabilitación de mi socialización héteropatriarcal masculina ha tenido que ver con escuchar la infinidad de historias que cada una de las mujeres de mi vida me ha testimoniado en relación a la violencia que reciben a diario en el espacio público y de los efectos que ello ha tenido sobre sus vidas, sobre sus libertades, sobre su autoestima, sobre la forma en que eligen vestirse por las mañanas o sobre los lugares por donde prefieren no transitar.

Esas historias hablan de un temor normalizado, muchas veces culpógeno, que las habita bajo la piel y que opera como parte de las dinámicas sociales cotidianas extendiéndose estructuralmente a otras configuraciones vinculares donde se reproduce la subyugación de género.

Nunca he sentido ese temor y de solo imaginarlo se me descompone el alma. Vergüenza de género elegí llamar a esa sensación de podredumbre interna al sentirme residiendo en el bio espacio del opresor.

El hartazgo ante esta violencia cultural sistemática la han dejado en claro millones de mujeres que en público y en privado, de manera individual o en forma colectiva, devenida en propuesta política, en grito, en acción de arte, en acciones de autodefensa, en denuncia o en marcha multitudinaria han expresado su rechazo al acoso sexual callejero como forma de violencia de género.

El macho tradicional de turno las trata entonces de amargadas, de resentidas, de feminazis, sacando del sombrero su ética y estética de seductor de cantina, sus darwinistas ejemplos de conductas de cortejo de otras especies del reino animal y su arqueología personal de anécdotas refiriendo el listado conquistas y pergaminos que se ha granjeado a punta de ingeniosas formas de manifestar su deseo sexual en público.

La última estrategia suele ser la de victimizarse, acusar totalitarismo y levantar banderas por la libertad de expresión (quizás el derecho humano más reivindicado por los opresores), declarándose mártir del amor cortés.

En ocasiones algunas mujeres, impregnadas de la cultura del abuso patriarcal, defienden también el acoso sexual, enmascarándolo de galantería. Simone de Beauvoir, filósofa francesa adelantaba, luminosa: “el opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos”.

Las acusaciones de puritanismo a quienes demandan la inadmisibilidad del acoso sexual callejero son equivalentes a tratar de exagerados a quienes denuncian abusos sexuales o quienes hacen activismo en contra de la explotación sexual, porque son precisamente esos, los derechos sexuales, la protección de grupos humanos que históricamente han estado en posiciones subordinadas al influjo patriarcal los que están en juego en esta discusión.

No es novedoso en todo caso que quienes buscan perpetuar la injusticia y el abuso acusen paradojalmente a quienes se resisten, así como se acusó de “calumniadores” a los denunciantes de Karadima, de “locas” a las Madres de la Plaza de Mayo o de “terroristas” a quienes luchaban contra el Apartheid en Sudáfrica. Ponerse del lado del oprimido nunca ha sido gratis, menos en esta tierra habituada al silencio cómplice y el garrote.

En Chile nueve de cada diez mujeres chilenas han sufrido acoso sexual, según una encuesta de la Corporación Humanas, viviendo con un miedo latente que se traspasa intergeneracionalmente y que hace significar a las mujeres que el espacio público es un lugar peligroso del que hay que cuidarse y que la autonomía sobre las formas de expresar el cuerpo siempre habrán de estar supeditadas a la reacción masculina que se busca provocar o evitar, lo que remite a operar siempre en función del juicio de un otro, configurando tempranamente el lugar masculino como censor y como jurado, como premio y como amenaza, como borde y como medida.

La masculinidad hegemónica, en tanto, se resiste furibunda a renunciar a su pedestal y es que ningún grupo humano que ha ejercido supremacía en la historia de la humanidad ha renunciado al dominio en base a sus propios preceptos morales.

Éste es esencialmente un tema eminentemente político (porque la política versa sobre eso, sobre la distribución del poder al interior de una sociedad), y son estas amenazas a la supremacía patriarcal lo que hace que tantos congéneres se ofendan, se retuerzan, pataleen y refunfuñen porque no están dispuestos a ceder gratuitamente esa naturalizada cuota de control cultural que ejercen sobre los cuerpos femeninos a diario ya que finalmente esto amenaza el núcleo de la identidad masculina tradicional.

Lo anterior devela que lo verdaderamente en crisis es la masculinidad hegemónica, siempre frágil y definida por la negación (ser “hombre” es básicamente no ser mujer, ni niño, ni homosexual), enfrentada al desafío de reconocerse fracturada por el devenir de los tiempos y la emergencia de grupos que tensionan las dinámicas del poder, viéndose obligada a leerse en forma crítica y deconstructiva.

Esto va más allá de cambiar pañales o de compartir labores domésticas, sino que alude a fracturar la matriz simbólica en que se configura la otredad de género desde categorías de subordinación y supremacía en la expresión del deseo.

Y es que la masculinidad hegemónica se aterra y descoloca fuera de la estructura de dominación, no logrando encontrar rumbo, incompetente frente a una mujer en posición de igualdad de derechos y de jerarquía, donde el juego deja de ser el del cazador tras la presa, el del sujeto frente al objeto, el de la fortaleza frente a la debilidad, en una configuración siempre inmóvil.

Así de magra es la masculinidad ancestral, así de precaria y extraviada ante el desafío de redefinir posiciones o de resignificar identidad.

Tal vez es hora de pensar en relaciones donde el poder esté tensionado en otras configuraciones no binarias ni absolutas, en las cuales podamos reconocernos en igualdad de derechos y en infinidad de posibilidades, donde nadie ejerza violencia simbólica ni supremacía cultural y donde nadie transite con miedo por la afilada cornisa del mundo por el solo hecho de ser.

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