Ciudad y esperanza (de vida)

Hoy día miramos nuestro país desde una óptica absolutamente distinta a la que teníamos hace dos meses. No es que en estos días las condiciones objetivas en que viven millones de chilenos y chilenas hayan cambiado, sino que estamos viendo con mayor claridad los distintos Chiles que hay dentro de nuestro territorio, que no estaban escondidos, que vivían ahí, unos junto a otros y que hoy día están en la búsqueda de consensos para soñar un mejor país. Un país donde el lugar en que naciste no determine la edad en la que te vas a morir.

Suena dramático, pero así de duros son los resultados arrojados por un estudio publicado recientemente por The Lancet, que indican que una mujer nacida en Quilicura o Renca puede vivir 18 años menos que una mujer que haya nacido Santiago Centro o Providencia. Es decir, en una ciudad como Santiago, las inequidades territoriales se manifiestan en diferencias muy significativas en la esperanza de vida que tienen las personas en distintos territorios.

Latinoamérica es una región que vive principalmente en ciudades, y en ese marco, la contundente investigación antes mencionada busca profundizar en los determinantes urbanos de la salud en nuestro continente, donde Santiago logra un triste primer lugar.

Es así, como se evidencia que las ciudades pueden determinar la vida de las personas en infinitas dimensiones. En ciudades como las nuestras, los sectores más vulnerables tienen mayores tiempos de traslados, ya sea a sus fuentes de trabajo o a los más diversos servicios, menores posibilidades acceso a salud y educación de calidad e incluso temperaturas más extremas en invierno y verano. También tienen menos posibilidades de acceder a áreas verdes públicas, considerando que éstas son importantes lugares de encuentro y recreación, con innumerables beneficios tanto para la salud mental como física de las personas.

Sin plazas o parques disminuyen nuestras posibilidades de hacer ejercicio, de pasear, de encontrarme con otros o simplemente de leer un libro al aire libre.

Hay muchos posibles diagnósticos que podrían sostener estos desalentadores datos para Santiago, y podríamos escribir y discutir mucho sobre los mismos. Pero éstos aparecen en un momento oportuno, justo cuando como país nos estamos cuestionando nuestras formas de relacionarnos unos con otros.

En el marco de esa reflexión profunda, el tipo de ciudad que necesitamos para la construcción de un nuevo Chile tiene que ser prioritaria. Eso implica definir cómo se van a financiar los municipios, qué mecanismos estableceremos para que los beneficios de las mismas lleguen a todas y todas y cómo disminuimos las brechas territoriales profundas que hoy día exacerban las diferencias. 

Muchos actores tienen que ser parte de esta reflexión, académicos con robustos diagnósticos y propuestas, la sociedad civil desde la innovación y las posibilidades de articulación, el gobierno central y los gobiernos locales con apertura, diálogo y visión de futuro.

Pero el tipo de ciudad que necesitamos, sus espacios públicos, su sistema de transporte, sus áreas verdes y el largo etcétera que compone la ciudad, no puede ser soñado, pensado ni diseñado, sin los verdaderos protagonistas: los vecinos y vecinas que ahí vivimos.

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