El libro, la hermosa utilidad de lo inútil

El título de esta columna remite a una cierta mirada sobre los libros, en particular, sobre aquellos que José Ramón Valente, ministro de Economía, señaló preferir no leer pues consideraba que era tiempo que le estaba “quitando a aprender algo”.

Es decir, aluden a una pregunta radical, ¿para qué sirven los libros?

El año pasado, Carlos Peña nominó de manera similar su libro, Por qué importa la filosofía (Taurus, 2018). Ambas interrogantes, como observa Peña, remiten a “la creencia de que todo lo que hacemos se justifica en la utilidad que presta”.

Eso haría plausible la “idea de que ciertos quehaceres intelectuales”, como escribir, publicar y leer una novela o un tratado filosófico, “arriesgan el despilfarro y la inutilidad”.

Esta idea es, sin duda, una de las más notorias “desventajas del espíritu comercial”, por el “que las mentes de los hombres se contraen y se vuelven incapaces de elevarse. Se desprecia la educación o, por lo menos, se deja de lado, y el espíritu heroico se extingue casi por completo”.

La cita, que tomé prestada de Patricio Fernández, pertenece al economista y filósofo Adam Smith, y en ella se aprecia el peligro de buscar un beneficio o provecho inmediato y evidente en todas nuestras actividades, como única justificación para realizarlas.

Tal vez contra ese sentido pragmático e instrumental, en 1996 la Conferencia General de la UNESCO decidió celebrar el 23 de abril, el Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor.

La fecha conmemora el fallecimiento, en 1616, de Cervantes, Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega; aunque los datos son imprecisos, inexactos, se justifica la elección por la envergadura de los nombres que reúne.

La pregunta, empero, sigue en pie, ¿para qué sirven los libros? El cuestionamiento remite específicamente a volúmenes que carecen de utilidad visible, excluyendo, entonces, los manuales, enciclopedias o cualquiera que “enseñe” algo concreto y necesario.

Para dar respuesta, podemos citar a Fernando Savater, quien afirma que se puede vivir sin saber astrofísica o neurociencia, pero no “sin saber distinguir aquello que nos conviene de lo que nos perjudica”. Y también lo que conviene o perjudica a otros.

Pues bien, a eso precisamente invitan novelas, poesía, dramaturgia, ensayos filosóficos o crónicas literarias: a descubrir más de los otros, de sus realidades, de las formas de vidas que gozan o padecen; a ingresar a sus mentes, a sus mundos, a sus alegrías y frustraciones.

Esas lecturas permiten, nada menos, que empatizar con el otro, descubrir en él aquello que nos hace semejantes y también posibilita, al apreciar lo que nos diferencia, entender que nuestra forma de vida no es la única posible ni legítima.

A esto nos invita a pensar el Día mundial del libro, que todos los quehaceres intelectuales nos nutren y hacen mejores personas, poniendo de relieve las complejidades de la existencia humana.

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