Si una mujer muere a consecuencia del parto es posible que apunten a la criatura. Así ocurrió con Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), culpado por el padre de la pérdida de su esposa, e iniciándolo de ese modo en la escuela del maltrato y los golpes. Más tarde, lo abandonaría cuando éste apenas tenía diez años; su tutor lo envía con Lambercier, clérigo estricto y tieso como una coyunda seca.
Acusado arbitrariamente por una nadería, recibe del reverendo una didáctica paliza: “Este primer sentimiento de violencia y de injusticia quedó tan profundamente grabado en mi alma, que todo lo relacionado con el me recuerdan esa primera emoción. Cuando leo las crueldades de un tirano feroz, las sutiles maldades de un cura trapacero, volaría gustoso a apuñalar a esos miserables”.(Las confesiones)
Reiteradas por la hermana del pastor, aquellas solfas revelarían tendencias masoquistas:
“... lo extraño es que aquel castigo me hizo querer más a quien me lo imponía... encontraba en el dolor, en la vergüenza del castigo, una mezcla de sensualidad que me provocaba el deseo de experimentarlo de nuevo... ¿Quién creería que esa penitencia, recibida de una hembra treintañera, decidió mis gustos, antojos y pasiones posteriores, y en sentido contrario del que debería naturalmente seguirse?”
Oscilando entre la niñez y la adolescencia, deja Ginebra provisto de una feble y caprichosa educación: lecturas paternas, libros religiosos de Lambercier más una brizna de latín. Y gran parte de su juventud revolotearía como camarero, secretario, profesor de música o intérprete, hasta recalar en la mansión de Charmettes, domicilio de la baronesa de Warens, maternal benefactora, amiga y amante.
Amores con sabor incestuoso aunque muy útiles, en su opinión.
A París llega con el Proyecto de Música, la comedia Narciso y algunas monedas; pronto sería habitué en los más linajudos cafés parisinos. Diderot y D’Alembert lo invitan a colaborar en la Encyclopédie. Conoce a Thérèse Le Vasseur, camarera en su hotel, fémina de escasa refinación y blanco zumbón de los pensionistas de ese parador.
De aquella erótica ligazón germinarían cinco retoños, cuyo inusitado destino veremos más adelante.
Pese a exhibir un palmario número de queridas, su antifeminismo lo inclinaría a negarle a ellas el ingreso al pueblo soberano, sólo accesible a los hombres libres, según se advierte en el Contrato social. Deben “aprender muchas cosas, pero sólo las que conviene que sepan”; más o menos, tienen derecho a la instrucción en lo que sirva al marido: coser, cocinar, devoción por la casa y los críos.
Rousseau, campeón de la égalité, no sólo omitió la más vieja de las coerciones sino que terminaría justificándola. La Naturaleza, sostuvo, deslinda labores exigiendo a las mujeres venerar y ponerse a la orden del varón. Y hasta llegaría a espetarles: “tú eres la que produce las tempestades que afligen al género humano”.
En “El progreso de las ciencias y de las letras, ¿ha contribuido a la corrupción o a la mejora de las costumbres?”, ensayo enviado a la Real Academia de Dijon, argumentaría que el progreso de las ciencias y las artes más que mejorar al hombre lo ha degradado, creando una sociedad artificial e injusta que premia a los ricos y carga a los pobres con impuestos y privaciones.
Los poderosos, refinados calaveras, ahogaron el espíritu libertario.
Su originalidad y el primer premio dieron fama inmediata al joven pensador, de contradicciones muy bien servido: las letras dañan pero Jean-Jacques se convierte en prolífico escritor; las ideas pervierten y quien medita se enfanga, aunque pocos incubaran tantos conceptos y pensaran tanto como él; como San Pablo –obseso de la castidad- exaltaba la continencia aunque a prudente distancia.
Profusos reproches recibió el Emilio o De la educación, especialmente en sus aristas emotivas: un ser sin afectividad ni emociones, abúlico autómata huésped de sí mismo o sumiso vasallo del ensayista. En realidad, el libro refleja el conocimiento abstracto que el propio autor tuviera de los hijos.
El contrato social incitador de la Revolución francesa por sus ideas políticas, fundamenta en buena medida la mirada del liberalismo clásico sobre el individuo y el Estado, y, además, expuso principios de la filosofía socialista; la propiedad privada como origen del mal y un abuso del más fuerte.
Ginebra y París harían una crítica flamígera: ambos libros terminaron en la hoguera por “escandalosos, contrarios a la religión cristiana y a todos los gobiernos”. Cauteloso, en el ínterin de los preparativos, se traslada a Inglaterra invitado por David Hume, el distinguido empirista escocés.
En sus últimos días, sugestionado con la traición de sus camaradas, pelea hasta con Voltaire. Éste, acotaría pesaroso: “He recibido una larga carta de Rousseau.Está medio loco.Es una pena.”
Y en clave de remordimiento: enfermedades y acosos eran el precio que debía pagar por sus delitos juveniles. Sin embargo, se trataba con indulgencia: sentíase el mejor y más bueno de los hombres, una vida paralela a la de Jesús; el Maestro fracasó en Israel, ¿por qué no podía fallar él con suizos y franceses?
Si la humanidad necesitaba a Cristo, él era el redentor anhelado por la sociedad del siglo XVIII. Por eso, cuando lo fulmina una apoplejía, se diría que partió bien dispuesto y auto recomendado para recibir la hipotética recompensa celestial.
De sus incoherencias o disonancias, Emilio es la guinda de la torta en quien pretendía enseñar al mundo cómo educar y amar a los niños, y, al mismo tiempo, enviaba los suyos al orfelinato. Justificándose, alegaba que viviría poco por una afección incurable; no tenía dinero ni trabajo para instruirlos o dejarles herencia o la familia de su esposa los convertiría en pequeños monstruos.
La mejor solución era el asilo. Y lo recomendaba Platón: los niños deben ser educados por el Estado.
Flojas excusas para un filósofo que, al revés de su credo, adoró al sexo opuesto siendo antifeminista; criticó acerbamente a nobles y ricos sin desistir nunca de ellos; ignoraría en la miseria y enfermedad a su anciano maestro de música, entre otros renuncios.
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