La historia es así. Mediaba la década de los noventa. La vida se movía al ritmo de Nirvana y los adolescentes caminaban por las calles de la urbe profundamente deprimidos, enfundados en sus chaquetas de leñador y sus gruesos pantalones de cotelé incluso en verano. Santiago no era Seattle pero los chicos intentaban ser grunges de manual, como si fuera una especie de camino exprés a la salvación.
La historia sigue así. Un grupo de alumnos del emblemático liceo José Victorino Lastarria, músicos amateurs de una mediocridad legendaria, clase medianos hasta la médula, fumaban sus cigarrillos Life con estilo y devoraban cultura –álbumes, novelas, películas– sabiendo que ahí se encontraba el único sentido posible a una existencia mezquina e incomprensible.
Una tarde cualquiera, sin embargo, Kurt Cobain se mete un rifle a la boca y jala del gatillo. Desde luego, no fue el único que tomó esa decisión en aquellos años de excesos y desmesura. El grupo de alumnos del Lastarria, a miles de kilómetros de esa casa donde el héroe generacional sucumbía solo,aislado, adicto a todo menos a la vida, abrió una botella de Ron Silver en su honor, festejando su ingreso al listado de mártires del rock inmolados a los 27.
Pero la historia sigue. En aquella misma época el grupo del Lastarria conoce a una chica, Alejandra Vidal.Ella y un par de novias serían, a la postre, las únicas féminas que admitirían dado sus gustos por el desborde y la plétora.
Alejandra era, a falta de un mejor adjetivo, una chica especial. Primero porque era dueña de una belleza que, todavía hoy, resulta bastante intimidante. Además, quizás por ser española, había llegado hace unos años a Chile, de donde era su familia paterna, poseía una personalidad desinhibida, de carácter fuerte, en extremo sociable, abierta, extrovertida.
Cuando el grupo de alumnos del Lastarria la conoció mejor, cuando empezó a formar parte definitiva de esa troupe de escépticos y desangelados liceanos, descubrieron que Alejandra también era arriesgada, fiera, de temer.Su casa era grande y tenía huellas innegables del pasado hippie de sus padres. Quedaba en las alturas de Lo Barnechea y los lastarrinos la relacionaban, acertadamente, al arte, al red set, al yoga.
Alejandra Vidal curiosamente tenía un acento apenas distinto a las demás niñas de su edad; empero, en su forma de ser, no tenía nada que ver con las amigas que el grupo del Lastarria había tenido hasta ese momento.Uno de ellos señala que tenía, asimismo, una mirada algo triste, vidriosa, ausente.
La historia sigue. El tiempo pasa veloz en las vidas de todos. Los ex liceanos entran a estudiar carreras disímiles, siguen tocando música, alguno de ellos se dedica a la literatura. Alejandra Vidal, por su parte, recorre Latinoamérica con su novio, estudia periodismo en la Universidad de Chile, viaja y viaja por todas partes, a veces con los mismos liceanos.
No obstante, algo parece faltarle.
Llegando el nuevo siglo, Alejandra se va de Chile. Vuelve a España, a Barcelona. Algunos de los lastarrinos también viajan, pero la mayoría se queda acá con una mezcla de resignación y ambiguo optimismo en lo que promete la nueva centuria.
Entonces la historia de Alejandra da un giro.En tierras catalanas, (re)descubre la pasión de su abuela: el yoga.Eso que parecía faltarle, de un minuto a otro, ha sido restituido. Las palabras que dan sentido a ese cambio son espiritualidad, vida interior, armonía… Viaja a India. Un viaje iniciático después de tantos y tantos viajes. Visita templos budistas, practica yoga y meditación en lugares sagrados, se acerca a la sublime comprensión de las claves de una religiosidad fundada en la vacuidad.
A partir de entonces, Alejandra escribió cuatro libros que denominó Guías esenciales de bienestar (meditación, yoga, respiración conciente, mindfulness), se certificó como profesora de yoga en múltiples centros de Europa y Asia, y fundó Corporate Yoga, que se propone llevar el yoga a la empresa.
En ese contexto, en 2015 publicó Yoga para ejecutivos (Profit, Barcelona), y volvió a Chile después de años para lanzarlo en este lado del mundo.
El libro es valioso en muchos sentidos.Solo por mencionar algunos: desplaza ciertos mitos respecto al yoga y cuenta brevemente su historia; explica en detalle los beneficios del yoga en la empresa y los lugares de trabajo; enseña, de un modo sencillo y concreto, en qué consiste su práctica, desde las posturas hasta la respiración; aplica las fortalezas del yoga para cumplir nuestras metas laborales y ser más productivos (foco mental, autocontrol, concentración, etc.); introduce en las técnicas básicas de meditación.
Al lanzamiento en Santiago asisten, por supuesto, los lastarrinos. Ya nadie se viste como mandataba el grunge ni deambulan deprimidos por las calles capitalinas. Sus vidas, como es natural, también han cambiado, y mucho. Pero, claro, esa es otra historia.
El caso es que en medio de la presentación del libro, la autora le cuenta a los asistentes que realizarán una breve clase de quince minutos de yoga, como las que recomienda en su libro. La audiencia parece perpleja. Ella comienza con las instrucciones. Algunos se sacan los zapatos, otros optan por quedarse así, como están, vestidos, paradojalmente, de ejecutivos.
Poco a poco, todos entran al juego. Hacen los ejercicios que Alejandra propone, respiran de un modo pausado y conciente, se esfuerzan por lograr las posiciones, por más difíciles que parezcan en un principio.
Pasan los minutos. El público se entusiasma. El clima se ha distendido notoriamente. Aparecen generosas sonrisas en los rostros de la audiencia: cada uno ha comenzado, a su ritmo, a reconocer su propio cuerpo, a conectarse con el.
El lanzamiento concluye con un estado de bienestar generalizado por parte del público. Esa es la mejor manera de promocionar su libro, piensa la autora: haciendo manifiesto lo que puede llegar a conseguir.
Y entonces la historia termina. O por lo menos se suspende momentáneamente, a la espera de que comience una nueva parte, una parte que todavía está por escribirse.
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