“En un acto de asombroso optimismo mis padres decidieron trascender la inhumanidad de la que fueron víctima y tuvieron hijos”, recuerda Rosalie Silberman Abella. Se sabían despojados de todo, de sus vidas, de sus posesiones, de su pasado, se sabían pobres. En 1948, su padre había declarado: “No estamos en condición de ofrecer recursos. Lo mejor que podemos producir son estos niños y niñas; son nuestra fortuna y la única esperanza de futuro”.
Su padre, Jacob, quien era abogado, emigró hacia América y, no siendo canadiense, se le impidió el ejercicio de su profesión. Su formación fue considerada inútil, de modo que se admitió su ingreso al país pero como sastre. Él no se quejó ni habló de ello. Había estudiado en la Escuela de Derecho de la Universidad de Jagiellonian en Cracovia, Polonia, a la que había podido ingresar en el reducido cupo que se reservaba para las personas segregadas por su condición de origen, quienes debían ocupar lugares específicos en la sala de clases.
Cuatro años tenía Rosalie cuando, en Canadá, a su padre se prohíbe ejercitar la profesión y en ese momento supo que iba a ser abogada. Estudió derecho y, a un mes de graduarse, muere su padre. “Nunca me vio jurar ante la Asociación de Abogados, ni tampoco conoció a sus dos nietos, ambos abogados, y no vivió para verme merodear en la vida de las leyes”.
Rosalie se supo, no obstante, heredera de este legado. Supo que en la profesión legal no era solo el cómo se ejercía lo que importaba sino más significativo era el para quien se ejercía. “En esta época” escribe Rosalie, “frenéticamente fluida, intelectualmente esclerótica, económicamente narcisista, ideológicamente polarizada y retóricamente tempestuosa, en un mundo que muy a menudo aparece fuera de control, necesitamos una profesión que se preocupe de como el mundo se percibe y se siente por parte de quienes son vulnerables”.
De aquí que Rosalie termine invitando a sus colegas abogados a “hacer todo lo humanamente posible para hacer del mundo algo más seguro para nuestros hijas e hijos de lo que fue para nuestros abuelos, de modo que todos, independientemente de su raza, religión, o género, puedan desplegar sus identidades con orgullo, dignidad y en paz”.
Todos quiere decir venezolanos, palestinos, mapuche, judíos, gitanos, chilenos. La palabra todos quiere decir en este caso todo ser humano, todo, vestido de cualquier ropaje, de cualquier, origen, de cualquier condición.
Ellas, ellos, traen consigo una promesa, un pequeño tesoro que la arrogancia instrumental de los poderosos puede con descaro despreciar.
La experiencia de Rosalie no es menor: hija de un campamento de desplazados en Alemania se convierte en la primera mujer en ser nombrada en la Corte Suprema de Canadá.
La experiencia de Rosalie invita a explorar las fronteras internas y externas, las salas de clases donde caben algunos y no otros, el territorio que es de unos pero que ha sido usurpado por otros.
¿Cuánta humanidad está confinada por la sola autoridad administrativa?
¿Cuánto talento ha sido omitido por gobernantes, intendentes o alcaldes que impiden, destierran, demuelen o reprimen las experiencias de aquellos cuyos ropajes no calzan con los que aseguran los privilegios propios?
¿Cuánta arrogancia impide ver que los goces de unos suelen ser los dolores de los otros?
Es preciso conservar ese obstinado y asombroso optimismo para sortear la inhumanidad de que se es víctima con la humanidad de quien reconoce en su prole la única esperanza de futuro. Pero es preciso ir más allá, tornar la arbitraria decisión de algunos en la acogida proporcionada por otros.
Es lo que hacen sin micrófono ni cámara las familias que espontáneamente van a Colchane en ayuda de refugiados. Es constituir gobierno más allá de los gobiernos, es humanizar la inhumana experiencia que los reglamentos imponen.
Es entender que las leyes son de un cierto modo, pero también, como lo señala Rosalie, son para alguien y, más específicamente, para quienes han sido vulnerados por la historia, esto es, por quienes hacen la historia.
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