Acabo de leer la columna de opinión de Mario Waissbluth publicada en El Mostrador, en la que aborda la violencia que se ha manifestado en estos días de estallido social: “…personas que perciben y sienten en carne propia la injusticia de la violencia histórica, que se sienten en el “baile de los que sobran”, y que además se sienten humillados en el trato cotidiano por “los que no sobran”, irían a explotar tarde o temprano con inusitada violencia física. Nunca sabremos exactamente por qué ocurrió en octubre de 2019 y no de 2018 o 2014”. Es una tremenda columna. Tremenda por la angustia y urgencia que transmite en sus palabras y análisis de la situación que vive el país.
Al leerla recordé las palabras de Jesús sobre Jerusalén: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne bajo sus alas a los pollitos, y tú no quisiste!” (Mt. 23, 37). Es el llanto de quien percibe la cerrazón para entender, para comprender lo que está pasando, y las consecuencias que ello podría tener. Salvando las distancias, es lo que leo en la columna de Waissbluth.
Hoy, no somos pocos los que podemos estar llorando sobre la situación que vive nuestro país. Algunos lo hacen por la tranquilidad perdida, otros porque han quedado sin trabajo, otros porque les han alterado su rutina, otros porque el esfuerzo de años les ha sido destruido.
Sin embargo, la pregunta que queda es acaso alguien llora por todo el tiempo que perdimos, por todo el tiempo que dejamos que muchas cosas sucedieran. Tiempo y cosas que fueron acunando el estallido que estamos viviendo. Ese es el punto.
No digo que todos seamos culpables, sino que nos acostumbramos a una desigualdad en que había ciudadanos de primera, otros de segunda, e incluso, otros de tercera.
A lo largo de todos estos años hubo distintas voces de escolares, universitarios, pensionados, trabajadores, que buscaban relevar la injusticia de la situación que vivían, pero quien debía escuchar no lo hacía, y con un barniz por acá y otro por allá, pretendía satisfacer esas demandas. Lo peor es que de verdad pensaba que las estaba satisfaciendo.
Así pasaban los años, pasaban los gobiernos, y lo cierto es que no se entendía el fondo que había que atender. Lo que primaba era defender privilegios, índices económicos, rankings y aparentes tranquilidades. Como Iglesia tampoco fuimos capaces de darnos cuenta lo que se estaba gestando y, por lo tanto, no supimos actuar.
Hoy, nos toca llorar, pero no por lo externo. Nos toca llorar por tener que reconocer la inmensidad de una injusticia que estaba cercenando vidas.
Mientras no entendamos eso, seguiremos añorando una falsa paz.
Mientras el gobierno y parlamentarios no entiendan eso, seguirán enfrascados en defender sus miopes conveniencias. ¡Despierten!
Los Derechos Humanos no solo han sido violados en las calles durante los últimos 40 días. ¡Han sido violados por años!
¡Han sido años de injusticias, atropellos, aprovechamientos!
Lo vivido en el Portal La Dehesa hace pocos días es un fiel reflejo de lo que hemos construido: un país segregado, donde hay quienes se sienten con el derecho de tratar de rotos, cumas, delincuentes a quienes se manifiestan para que otros abran los ojos. ¡Cómo no comprender eso!
Tildar la violencia de la que estamos siendo testigos con algún calificativo corre el peligro de cargarla con la parcialidad de nuestra mirada. Hay violencia de uno y otro lado. Hay personas que la están ejerciendo y hay otras que la padecen.
Pero es esta violencia la que debe obligarnos a despertar. Es nuestra hija, puede que no nos guste, que no la queramos, pero es nuestra hija. Cada persona tendrá que reconocer qué grado de paternidad o maternidad le compete.
No seremos todos presidentes, o ministros, o parlamentarios, o miembros de las fuerzas armadas, o empresarios; no seremos parte de la narcocultura que se ha extendido tan fácilmente por nuestros barrios; no seremos quienes han saqueado o incendiado tiendas o estaciones de metro.
Sin embargo, todos hemos engendrado esta violencia. Y lo hemos hecho cuando nos hemos hecho los ciegos, los sordos, cuando hemos dejado hacer, cuando hemos vuelto la cara, cuando nos hemos aprovechado de la desigualdad. Por lo tanto, es responsabilidad de todos poder sanar a nuestra hija. Todos y todas podemos ayudar.
Estoy de acuerdo con Waissbluth. Hay urgencia en reaccionar. Es hora de ponerse de acuerdo para defender nuestra democracia, que no será lo mejor, pero “es el menos malo de los sistemas políticos” (Churchill). Y para esto no tenemos mucho tiempo.
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