Epitafio de invierno para dos ancianos

Jorge Olivares y Elsa Ayala decidieron partir. Todo indica que así fue, en un pacto conversado a medida que pasaban los días, aunque esto nadie lo sabrá con certeza.

De acuerdo a la información policial, los pensionados, de 84 y 89 años respectivamente, vivían solos, no presentaban antecedentes por violencia y padecían de cáncer. Sin hijos, enfrentaban una inminente separación debido a la enfermedad de la esposa quien sería trasladada a un recinto de salud.

Jorge y Elsa alguna vez fueron jóvenes, tuvieron sueños, se imaginaron viejos, quizás nunca dejaron de tomarse de la mano, pero lo que no imaginaron es que tomarían una decisión como ésta, si es que efectivamente fue una decisión. El le disparó y luego se quitó la vida.

Una noticia que para algunos podrá ser una más en la crónica policial, pero que sin duda tiene un trasfondo social imposible de ignorar. Es uno de esos hechos que se quedan en la memoria y no se quieren ir, quizás, porque son, en esencia, un reflejo de una sociedad que aún no responde y que sigue en deuda con los adultos mayores, con los pensionados, con los grandes, como bien les llaman en otros países.

Podrían haber sido ser nuestros padres o nuestros abuelos.

Podríamos ser nosotros, agobiados por el terror a morir solos y empobrecidos.

Podríamos ser todos.

Un terror que hoy no es difícil encontrar, pues son millones los chilenos y chilenas que tienen miedo a envejecer, a recibir una pensión miserable después de toda una vida de trabajo; una jubilación que difícilmente puede permitir una vejez digna.

Miedo a vivir en una comunidad que no los incluye y que sólo les ofrece un cúmulo de dificultades difíciles de sortear.

Caminan más lento, es cierto. Algunos son más frágiles, es verdad. Las enfermedades aparecen como compañeras inseparables, sus manos tiemblan, a veces repiten las mismas historias, ¡pero son infinitamente grandes!

Chile tiene una de las tasas de suicidio más altas del continente, siendo la segunda causa de muerte violenta en el país, después de los accidentes automovilísticos. Y, aunque no todos lo sepan, la mayor tasa de suicidio en el país es de los mayores de 60 años.

Una investigación realizada por el Centro de la Universidad Católica de Estudios de Vejez y Envejecimiento y colaboradora del Programa Adulto Mayor, señala que la tasa de suicidio de los adultos mayores es la más alta del país, llegando a 13,6 casos por cada 100 mil habitantes, la tasa general es de 10 casos por 100 mil habitantes.

Quienes más se quitan la vida son los mayores de 80 años, luego aquéllos de entre 70 y 79 años, y en tercer lugar quienes tienen entre 60 y 69. A mayor edad, aumenta la tasa de suicidio.

Miles de preguntas entonces.

Comenzando por nuestra incapacidad, como país, de asegurar una vejez digna para todos, con inclusión, con pensiones justas, con acceso a salud de calidad y oportuna, con transporte gratuito y oportunidades para quienes aún desean aportar con su experiencia y talentos.

Miles de chilenos salieron a las calles pidiendo pensiones justas, existe mediana claridad sobre la urgencia de cambiar un sistema inhumano que no considera aspectos como la solidaridad inter e intra generacional. Pero, ¡aquí estamos, dónde mismo!

Por otra parte, hoy, Chile tiene una creciente cantidad de personas mayores de 80 años;  470 mil a lo largo del país, esperándose que el 2050 sean cerca de un millón 300 mil personas.

Es el sector que algunos llaman la “cuarta edad” , ese segmento que plantea importantes desafíos para el país, no solo en seguridad social, con mejores pensiones, sino también en cómo crear oportunidades a quienes se sienten plenamente capacitados para seguir trabajando y aportando en sus respectivas disciplinas. Cómo hacemos de sus vidas un espacio justo, digno y a la altura de los derechos esenciales.

Jorge y Elsa ya no están. Para ambos, mis disculpas como ciudadana y mi abrazo en el viaje que inician, uno que quizás nunca desearon.

Qué bien lo decía José Saramago.

“Qué cuántos años tengo? ¡Qué importa eso!

¡Tengo la edad que quiero y siento!

La edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso.

Hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso o lo desconocido...

Pues tengo la experiencia de los años vividos

y la fuerza de la convicción de mis deseos.

¡Qué importa cuántos años tengo!

¡No quiero pensar en ello!

Pues unos dicen que ya soy viejo,

y otros "que estoy en el apogeo".

Pero no es la edad que tengo, ni lo que la gente dice,

sino lo que mi corazón siente y mi cerebro dicte.

Tengo los años necesarios para gritar lo que pienso”.

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