Estamos comenzando un nuevo Mes de la Solidaridad. Un mes que nos invita a mirar a toda persona que pueda necesitar algún gesto, acción, palabra de nuestra parte. Un mes que nos llama a no seguir de largo ante quien se encuentra herido o herida en nuestro camino, reconociendo que no hay nada más importante, valioso o urgente de atender que la vida de esa persona que reclama de nuestro auxilio.
Quisiera que el contexto que rodea esta celebración fuera distinto al que enfrentamos.
Quisiera que fuera uno en el que todos y todas pudiéramos estar entregados a nuestras labores diarias con alegría, tranquilidad, sabiendo que de ese modo contribuimos al bienestar de nuestras familias y al desarrollo del país.
Quisiera que fuera uno que nos hablara de una nación que camina por sendas de justicia, de integración, de inclusión.
Quisiera que fuera uno en que estamos siendo capaces de acoger a toda persona que ha debido dejar su tierra para buscar en la nuestra un espacio, un lugar donde asentarse con su familia y soñar con un futuro mejor.
Quisiera… ¡quisiera tantas cosas!
La realidad es que nos toca celebrar este bello mes - bello por el deseo que lo inspira más allá de nuestro credo - en un contexto de mucho dolor porque no dejamos de enterarnos de más y más casos de personas que han sido abusadas o vulneradas en su integridad, en su intimidad, por otras, sean cercanas o no.
Pero donde los abusos cometidos por consagrados son los que más nos duelen, justamente porque ellos estaban llamados a mostrar la compasión, acogida y misericordia del Señor por cada persona, y lo que terminan haciendo es algo que niega absolutamente ese amor, causando una herida tan honda que es muy difícil de sanar.
En estas circunstancias estamos siendo llamados, llamadas, a vivir el Mes de la Solidaridad. ¿Alguien nos escuchará?
¿A alguien le llegará lo que podamos proponer?
¿No tenemos que ocuparnos de otras cosas mucho más básicas antes de proponer un Mes de la Solidaridad?
Puede ser justamente porque hemos perdido de vista las cosas más básicas que hemos llegado a donde estamos.
Lo más básico es descubrir la dignidad de la persona que tenemos delante, al lado; de la persona con la cual trabajamos, con la que nos topamos en el Transantiago, en el Metro, en la calle; de las personas que componen nuestras familias; de las personas con acento distinto o un color de piel diferente; de las personas que nos piden ser reconocidas porque sienten, viven, aman de un modo distinto al que esperaríamos por su apariencia física.
Porque hemos perdido ese respeto primero es que se reacciona con cacerolazos cuando algún alcalde manifiesta su deseo de construir viviendas sociales en medio de un sector residencial más acomodado.
Es lo que hace que muchas personas se manifiesten despectivamente hacia la llegada de inmigrantes a nuestro país diciendo que le van a quitar el trabajo a los chilenos y que traen malas costumbres.
Es lo que hace que se siga pensando y expresando que los pobres lo son porque son flojos; es lo que hace que a los barrios más sencillos les quitemos las veredas y las áreas verdes, pues ¡para qué, si no lo necesitan!
Tal vez, debiéramos escuchar con más atención lo que nos propone este mes.
Tal vez, caminando del modo que se nos sugiere podremos ir recuperando el tejido que nos permita reconstruir, sanar, reparar. Tal vez.
Porque si todos y todas nos cuidamos, nadie podrá abusar, dañar o herir a nadie. Por ello, creo que hoy resuena con mucho más fuerza aquella pregunta que nos hiciera el Padre Hurtado. “¿Qué haría Cristo en mi lugar?”
Abramos los oídos, los corazones, la mente, pues algo nuevo puede nacer si es que nos lo proponemos de verdad. ¡Bienvenido Mes de la Solidaridad!
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