El juicio de Nabila Rifo nos ha mostrado en toda su expresión, la cruda realidad que viven las víctimas de violencia de género en este país. Una realidad que activa todo un sistema que desprotege a la víctima, exponiéndola al escarnio público.
Lamentablemente, a lo que hemos asistido, es demasiado real, demasiado recurrente, una práctica demasiado amplia y nos interpela hasta los huesos.
Recuerdo la situación de una mujer que había sido objeto de acosos de índole sexual en la academia. Bajo ningún concepto, quiso denunciar. ¿Por qué? Por algo que ella llamó “suicidio académico”. Con esto se refería a que el acosador, que pertenecía a su ámbito de desempeño investigativo y que tenía un lugar respetado al interior de las redes nacionales e internacionales de la misma, destruiría su carrera. La que tanto le estaba costando construir, agregó.
Denunciarlo, decía, era cerrarse todas las puertas y, más que justicia, obtendría un mayor castigo. Su desprestigio, su exposición y su expulsión. Este, no era un temor infundado. Era una posibilidad demasiado cierta. Casos como estos, no son aislados, como sabemos. Solo como ejemplo, imposible olvidar las declaraciones de Gabriel Salazar, aduciendo a las “pintiparadas” mujeres víctimas de acoso.
El caso de Nabila, ha pasado a ser un ejemplo paradigmático que refleja este estado de cosas donde las víctimas, más que justicia, se arriesgan a recibir los máximos castigos por parte de la sociedad y de manera muy similar a aquellos países - que supuestamente nos horrorizan - donde azotan a las mujeres que son violadas o las obligan a casarse con sus victimarios.
Demasiado similar, pero “a la chilena”, donde las víctimas son expuestas, donde se transgrede la línea del pudor y la decencia, y se transforma a la mujer violentada en una gran casa de vidrio donde nos enteramos hasta de sus aromas más íntimos. Del victimario, obviamente, no sabemos nada. Toda la atención está puesta en la víctima, siendo el victimario una imagen silente e intocable entre tanta atrocidad.
Hemos podido observar cómo nuestro sistema de justicia no está a la altura de estas causas, confundiendo el derecho a la legítima defensa de un acusado, con la denostación necesaria y repugnante de una víctima.
También nos ha enfrentado con medios de comunicación que en vez de ayudar a educar a una ciudadanía ignorante sobre la violencia de género, banaliza al máximo esta situación, transformándola en un reality de mal gusto y violento que profundiza los prejuicios que sostienen la base de la violencia.
A su vez, y no puedo dejar de referirme a ello, nos ha enfrentado a profesionales psicólogos, que se aducen el derecho de opinar sobre “perfiles”, “conductas” e “interpretaciones”, que solo transgreden el principio básico de la profesión que es, en primer lugar, jamás identificarse con el lugar del saber general y la verdad, y, por otro, siempre estar a la altura del dolor del otro. Algo que me parece inaceptable y que solo contribuye a la invisibilización de la complejidad humana.
Tenemos el gran desafío y la oportunidad de propinar un cambio profundo. De enviar un mensaje claro a las víctimas de violencia haciéndolas saber que no estarán nunca más solas. Para ello, debemos alejarnos lo más posible de las prácticas en la que históricamente hemos incurrido, cambiar los paradigmas y, de una vez por todas, entender que estamos del lado de las víctimas.
Mientras esto no ocurra, seguiremos sosteniendo y validando la violencia hacia las mujeres, favoreciendo que no se denuncie a los agresores, porque la sociedad toda parece estar con ellos.
Ni una menos, a causa de la violencia machista. Y ni una más siendo apedreada en la plaza pública por ser víctima de su género.
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