Junto a un equipo de investigadores de todo el mundo y distintas disciplinas nos congregamos en una reunión en Kyoto, Japón, para compartir los avances en la ciencia de la reducción del riesgo de desastres. Junto a un oceanógrafo visitamos el Memorial del Gran Terremoto de Hanshin-Awaji, del Instituto para la Reducción del Desastre y la Renovación Humana localizado en Kobe.
Este museo conmemora el terremoto que azotó la bahía de Kobe en 1995, matando alrededor de 6.500 personas y afectando decenas de miles de habitantes en Japón.
Durante el recorrido de los distintos pisos del museo, nos acompañaban voluntarios que habían sobrevivido el terremoto, en su mayoría ancianos y ancianas que nos contaban su historia hoy y ayer, junto al relato del desastre retratado en paredes y mesas de exhibición.
La memoria, la narración y la conexión con el conocimiento local son el núcleo de este museo y no solo una adición a la educación sobre las amenazas naturales, los riesgos y la reducción de desastres.
En cada piso, sobrevivientes del gran terremoto nos mostraron distintos artefactos que permiten interactuar con conceptos complejos.
¿Cómo diferenciar la magnitud y potencia a diferentes intensidades de un terremoto?
¿Cuáles son los principios fundamentales para que un edificio o casa no sea destruida por liquidificación, proceso por el cual la materia en estado sólido se transforma al estado líquido?
¿Cómo prepararse para evacuar en el caso de un potencial maremoto?
¿Cuáles son las consecuencias sociales de una serie de desastres encadenados como terremoto, maremoto, e incendio, ocurriendo en secuencia rápida?
Las memorias de los sobrevivientes, con sus voces, textos y objetos en vitrinas y paredes, y actividades en las cuales se juntan grupos de personas a escuchar estas historias, son una parte esencial de éste y otros museos en Japón.
Contar cómo sucedió, cómo vivieron durante la emergencia, cómo reconstruyeron sus espacios urbanos, y cómo la vida hoy se conecta con estos hechos traumáticos, le dan vida a conceptos científicos e ingenieriles que son de difícil comprensión.
Es durante la visita cuando nos preguntamos cómo nuestro país incorpora las memorias de desastres que son constitutivos de Chile.
No existe un museo que conmemore el terremoto más grande del mundo con una magnitud documentada por instrumentos (22 de mayo de 1960 en Valdivia).
Nos lo recordó uno de nuestros guías cuando nos mostraba la lista de desastres más relevantes en la historia. No existe un museo del terremoto de Chillán, el más devastador en vidas humanas en nuestro país, tampoco uno que conmemore los terremotos y aluviones en el norte.
No hay planes de construir un museo que nos ayude a recordar y entender la catástrofe del 2010, que generó alertas de tsunami en más de 50 países del mundo.
Tocopilla o Chañaral no tienen un centro cultural o comunitario en el cual las personas que habitan su territorio conozcan lo que sabemos acerca de los desastres que los han históricamente destruído.
Valparaíso no cuenta con un museo dedicado a una parte esencial de su historia: los incendios. El incendio de la iglesia de la Compañía de Jesús en 1863 que mató a alrededor del 2% de la población de Santiago, la mayor parte mujeres y niñas, quizás establece un patrón de amnesia respecto a los desastres en Chile.
La iglesia fue rápidamente destruida y otras edificaciones construidas en su lugar. Pero como en los otros casos, no existe un Museo del Incendio, donde todos aprendamos sobre el fuego urbano.
A solo semanas de una seguidilla de desastres que impactaron a Chile desde el desierto de Atacama a la Patagonia, con inundaciones e incendios, ya la memoria de esos eventos es tenue, ningún político ha enarbolado la bandera de la reducción de desastres.
Esto a pesar del esfuerzo de varias organizaciones sociales y locales que conmemoraron los 80 años del terremoto de Chillán, los 9 años de la catástrofe en la Región del Biobío, y se preparan para conmemorar 60 años del terremoto de más grande del mundo en Valdivia.
No basta simplemente con planes de reconstrucción, construir edificios, casas, puentes, y caminos, que son necesarios, pero también lo son los lugares donde nuestra historia sea recordada, espacios donde la resiliencia se construye a partir de lo que aprendemos en circunstancias traumáticas.
La resiliencia no puede ser sinónimo del olvido. Nuestra recurrente amnesia respecto a los desastres nos deja aun más frágiles frente a la ocurrencia de otra amenaza natural.
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