El Tribunal Constitucional acaba de dar a conocer su decisión respecto del Requerimiento de Inconstitucionalidad presentado por un grupo de Senadores (as) y Diputados (as) oficialistas, en relación al proyecto de ley de libertades condicionales, en específico de aquellas normas que regulaban con mayores exigencias este beneficio, tratándose de delitos de lesa humanidad, crímenes de guerra y genocidio.
El TC declaró constitucional la exigencia de colaboración y la regla de aplicación in actum de las normas del proyecto, pero consideró inconstitucional aquella que exigía al condenado, “haber manifestado su arrepentimiento mediante una declaración pública que signifique una condena inequívoca a los hechos y conductas por las cuales fue condenado y por el mal causado a las víctimas y a sus familiares”.
El Tribunal Constitucional acaba de cometer, en mi opinión, un tremendo error, que demuestra una profunda incomprensión del sentido constitucional de la pena y su legitimidad política.
Antes de explicar este aserto, quisiera recordar que el proyecto no imponía este requisito a todos los delitos, ni siquiera a aquellos cuyo injusto aparece - ex ante- como más reprochables y socialmente más disvaliosos, sino que exclusivamente lo hacía respecto de delitos atroces, que atentan contra la comunidad internacional, que ponen en peligro de manera mediata la paz y la seguridad de la humanidad.
Delitos, huelga decirlo, que remueven la conciencia humana por la forma de su comisión, por el desprecio al otro y porque, en general, quienes los cometen lo hacen en escenarios autogenerados de enorme impunidad.
Por lo mismo, la decisión de permitir que los condenados por estos delitos puedan optar a la Libertad Condicional constituye una opción político-criminal, un acto privativo del legislador.
No hay norma constitucional alguna que obligue a reconocer la Libertad Condicional como necesariamente parte de la progresividad de la pena, exigible siempre y en todos los casos.
Por ello, si el legislador tomó como “referencia” el Estatuto de Roma, sobre un instituto similar, mas no idéntico, lo hizo porque consideró que, a pesar de la gravedad de estos injustos, se debía permitir la Libertad Condicional, pero considerando ya no solo fines preventivo especiales (rehabilitación o reinserción), sino que también otros, igualmente legítimos, como la retribución o la prevención general (cualquiera que lea el artículo 110 del Estatuto y las Reglas de Procedimiento y Prueba advertirá que la pena en ese contexto es más que solo prevención especial positiva).
Desde luego, decir que el legislador tomó como referencia el Estatuto de Roma, es solo decir eso, y no que lo copió y pegó a la normativa chilena. Y no hay nada ilegitimo, ni inconstitucional en que el legislador hiciera eso.
Es cierto que la pena, conforme a nuestra constitución y los Tratados internacionales que obligan a nuestro país, debe cumplir un fin preventivo especial positivo (reinserción social), pero aquel no es el único ni es excluyente, y el legislador puede asignarle a la pena otros fines distintos, con énfasis diversos.
El legislador tiene el legítimo derecho a acentuar, matizar y compatibilizar la prevención especial positiva con otros fines, considerando para ello v.gr. la gravedad de los delitos y la necesidad del castigo. Eso haría, por lo demás, que la decisión no sea ni arbitraria, ni desproporcionada ni desigual.
De hecho, el legislador podría haber considerado que la Libertad Condicional era improcedente en estos delitos, y estimar que en ellos la finalidad preventivo especial de la pena, en razón de su gravedad, se cumple con el proceso de reinserción social que se despliega intramurus y la posibilidad de egreso – extramuros - concretada en los beneficios intrapenitenciarios y en la ley de rebaja de condena.
Y ello, salvo por la discusión que se podría generar en supuestos específicos de presidio perpetuo calificado, habría sido absolutamente constitucional. Por ello el Tribunal Constitucional debió ser especialmente deferente y respetuoso de la decisión político criminal, que el órgano legislativo tomó en este caso en particular.
El arrepentimiento, el remordimiento, la aceptación de responsabilidad, las expresiones de empatía con la víctima son considerados, por algunos retribucionistas, como factores comunicativos esenciales de la pena. (Duff, Punishment, communication, and community; Garvey, Punishment as atonement; Murphy, Remorse, apology, and mercy).
Para quienes una asunción constitucionalmente aceptable de la misma permite examinar el carácter completo del condenado. En el ámbito de la Libertad Condicional esto se aprecia, entre otros factores, en el arrepentimiento, el remordimiento y la aceptación de responsabilidad.(Medwed, The innocent prisoner’s dilemma: Consequences of failing to admit guilt at parole hearings; Dagan, Looking Beyond Risk In Paroling Denying Prisoners).
Aceptar la responsabilidad, reconocer el dolor que se le ocasionó al otro, demostrar remordimiento e, incluso, pedir perdón, son criterios legítimos, nos enseña Bierschbach, Proportionality and parole, para determinar el cambio en el condenado y se pueden apreciar y exigir al determinar el merecimiento del beneficio de la Libertad Condicional (parole) Reitz, Questioning the conventional wisdom of parole release authority.
Como ha sostenido Duff, la función comunicativa de la pena descansa también en la idea que el castigo tiene que ver con el tipo de disculpas que el condenado le debe a la víctima y a toda la comunidad (cuyos valores y relaciones él violó con sus actos). Reconocer el daño causado es también, para ese condenado, asumir la necesidad de comunicar ese reconocimiento, en términos de arrepentimiento o remordimiento, a quienes les causó daño.
Esa es una parte esencial, un inicio esencial, del proceso de “making up”, de comenzar la reparación por lo que se ha hecho, y también un inicio esencial en el proceso de reparación de su relación con la comunidad. ¿No hay algo de eso en el proyecto? Tratándose de estos delitos tan especialmente deleznables, ¿no es, acaso, legítimo que la comunidad quiera saber, antes que estas personas vuelvan a la vida en sociedad, que ellos se arrepienten de los delitos que cometieron?
¿Quiere decir que estas exigencias implican un atentado a la dignidad, a la integridad psíquica, la libertad de conciencia, al derecho a guardar silencio, o a la finalidad de reinserción social de la pena, como dicen los requirentes?
En lo absoluto, el condenado puede, si así lo estima, no arrepentirse, guardar silencio, no tener remordimiento ni empatía con la víctima, por las razones que quiera, incluso porque considere que es inocente.
En ese caso, parafraseando a Hegel, el condenado reforzaría su dignidad, reconocida en la pena. ¿Existe algo de coerción en esto? La respuesta es obvia, pero no por ello constitucionalmente relevante. Desde luego, cada vez que el Estado priva de libertad a alguien ejerce sobre esa persona una cierta coerción, luego en ese contexto es ingenuo pensar que estos procesos son inmunes a ello. La pregunta es otra ¿se trata de una coerción prohibida constitucionalmente en razón de la protección de la dignidad? La respuesta es evidentemente negativa, no sólo porque el cumplimiento íntegro de la pena privativa de libertad no puede ser considerado como indigno, salvo supuestos de condena perpetua o muy similares, o de tormentos físicos, sino también porque tampoco lo son aquellos supuestos donde el imputado, en el proceso penal, se enfrenta a cierto grado de coerción (la prisión preventiva, el riesgo de una pena más alta, etc.) que, de alguna manera, lo incentivan a renunciar a su derecho a guardar silencio para aceptar un procedimiento simplificado o un abreviado.
Se trata, en definitiva, de una exigencia que lejos de ser inconstitucional, apuntaba a la esencia del reconocimiento de la dignidad del sujeto (un ser racional, capaz de cambiar), al sentido de la pena para la comunidad y a la finalidad de justicia y reconciliación, todo lo que es esencial en este tipo de delitos.
El Tribunal Constitucional, una vez más, se impuso como una tercera cámara, para doblegar la voluntad de los representantes del pueblo.
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