La encuesta CEP sobre religiones aportó claridad sobre lo que en ese ámbito está pasando entre los habitantes de Chile. La Iglesia católica pierde su hegemonía numérica y la confianza en su jerarquía está por el suelo. El Episcopado chileno cosecha la incredulidad y la increencia que ha sembrado desde hace décadas.
Pese a los discursos de arrepentimiento y a las vestiduras rasgadas, los obispos y sacerdotes parecen impermeables a las críticas. Aún más, han ideado una nueva estrategia para gobernar la Iglesia con los que a ellos le son fieles y así, en lugar de asumir para sí mismos el llamado a la conversión que predican, han elegido profundizar aún más la cultura del abuso de poder y de encubrimiento en la Iglesia.
Hay varias situaciones que apuntan en esta dirección. Recientemente Fernando Ramos, en una entrevista en La Tercera, anunció que las renuncias que los obispos presentaron por escrito en mayo han perdido validez.
En efecto, el derecho canónico indica que para que una renuncia tenga efecto debe ser aceptada dentro de los tres meses de presentada (Canon 189.3). En estricto rigor, al Papa se le acabó el plazo que los obispos le dieron para que renovara la conferencia episcopal chilena. Esto, por supuesto, excluye a los obispos que por motivos de edad presentaron su renuncia indeclinable tiempo antes. No es casualidad que en mayo, cuando los obispos anunciaron la presentación de sus renuncias, omitieran este detalle frente a la opinión pública. Eso les permitía presentarse «en completa disponibilidad» al Papa.¿Cuál fue, entonces, el significado real de esa renuncia?
En mayo, cuando los obispos explicaron su renuncia en bloque dijeron haber puesto sus «cargos pastorales a la completa disposición del Papa» y ello significaba en ese momento que «mientras el Santo Padre no tome una determinación, cada uno de los obispos miembros de la Conferencia Episcopal de Chile, continúa en sus trabajos pastorales y en plenas funciones», según ellos. Agrega la declaración oficial de los obispos, firmada por el mismo Ramos, que «El Santo Padre, según lo estime conveniente, puede aceptar de inmediato la salida de un obispo, también puede rechazarla y - por tanto - quedaría confirmado en su cargo, o bien, puede aceptarla y hacerla efectiva al momento del nombramiento de la nueva autoridad diocesana».
Esa declaración nada indicaba la caducidad de las renuncias luego de tres meses, lo que hacía suponer que habían agregado alguna cláusula especial para la renuncia de aquel privilegio. No era así. Solo jugaban con el desconocimiento que la opinión pública tiene sobre la ley canónica. Una burla, en otras palabras.
Ahora Ramos dice una cosa distinta. En la misma entrevista al medio nacional, aclara la verdadera motivación para la renuncia: «lo hicimos como un gesto solidario entre nosotros».
Ramos se sincera al respecto. La renuncia en bloque no era más que un acto de solidaridad con uno de ellos, Juan Barros, el único obispo al cual en ese momento se le pedía un paso al costado, acusado por la organización laical de Osorno. Nada tenía que ver esto con un gesto de mínimo respeto hacia las víctimas o al dolor y responsabilidad que le cabía a ellos del escándalo.
El significado de la renuncia masiva se ve ahora más claro. Entregaron su renuncia al Papa Francisco como un desafío a su autoridad, obligándolo a una tarea imposible: reemplazar a todo el episcopado nacional en tres meses.
Todo este tiempo el episcopado chileno o bien ha estado en un muñequeo con el Papa o bien - con la anuencia de Bergoglio - ha estado haciendo una parodia de reforma. En cualquier caso, la falta de respeto a las víctimas de abuso y al laicado en general ha salido de todo límite e indica que su interés no es la renovación de la Iglesia sino la consolidación de un grupo de creyentes leales a estas deleznables prácticas de abuso de poder y falta de transparencia. Porque hay laicos y laicas disponibles para el encubrimiento a cambio de una gotita de prestigio.
Aquí otro indicio de la estrategia de gobernabilidad. En la misma entrevista, Ramos es interrogado por los resultados de la encuesta CEP sobre el descenso del número de católicos. El obispo recurre a la ya gastada muletilla de culpar a la sociedad de los males de la Iglesia. Afirma que el decrecimiento de fieles no es tal: «muchas de esas personas que no participaban, sencillamente han transparentado su no condición de católico».
Lo que pasa, afirma Ramos, es que hoy «afloran formas de expresión cultural de mayor individualismo y materialismo» (de las cuales, por supuesto, la jerarquía chilena se siente al margen).
Sólo luego de enunciar aquellas dos razones hay un atisbo de autocrítica eufemísticamente planteado, «los casos de abusos y el mal manejo que hemos tenido como Iglesia, ha acelerado ese proceso de desafiliación».
Ya no es necesario, como se lee, adoptar las palabras de Francisco sobre «la cultura de abuso» o llamar «delito» al delito. Según el administrador apostólico de Rancagua se trata de «casos mal manejados». La cuestión para ellos es un asunto de administración, nada más.
En ese contexto tampoco es extraño que use la palabra «afiliación» para referirse la relación entre los fieles y la Iglesia. Es expresión de su eclesiología jerarcocéntrica, ajena a la teología bíblica sobre la Iglesia y extraña al pensamiento del Concilio Vaticano II.
Pese a todo, lo que está en juego no es el número de miembros de un club o de un partido político, lo que está en juego es el testimonio de la relación filial entre Dios y la humanidad, la fidelidad a la misión liberadora de Dios para con el ser humano. De eso, ni una palabra en su entrevista.
Es más, en toda la entrevista Ramos no habla de Jesús, ni de Dios, ni del Evangelio. La Iglesia que presenta Ramos es una Iglesia sin Dios. Este es otro indicio claro de que la Conferencia Episcopal no se ha desplazado ni un centímetro de sus posturas históricas: responsabilizar a la sociedad por los males eclesiales, despreciar a los católicos críticos y creativos y culpar a las víctimas de sus padecimientos.
En la misma línea indicada, se puede constatar que han quedado atrás las declaraciones de apoyo a las víctimas, de avergonzarse por lo (no) realizado con ellas.
El discurso ahora es otro, contestar la verosimilitud y rectitud de las víctimas, como lo que ocurrió en Rancagua con Juan Carlos Cruz. Achacar a las personas que denuncian motivaciones torcidas, como lo sugirió Pedro Ossandón en una nota en El Mercurio de Valparaíso el 9 de diciembre.
Aleonar al laicado ingenuo para que asuma la defensa de los curas cuestionados, como es el caso en Talcahuano donde los laicos juntaron dinero para el abogado de un cura en lugar de ayudar a sus víctimas o la interpelación callejera a Jaime Concha en Viña del Mar por una pareja de católicos defensores de los obispos.
Rebajar la gravedad de los casos de abuso como en San Felipe, donde Juan Carlos Orellana, un presbítero castigado por la justicia penal por abuso de una menor el 2006, fue nombrado vicario parroquial con el supuesto apoyo de los fieles de la comunidad.
Así mismo hay que interpretar que Ezzati guarde silencio como imputado en causas de encubrimiento en lugar de colaborar con la fiscalía.
En todos estos casos los medios de comunicación masivos señalan que hay fieles dispuestos a seguir respaldando a los obispos y curas aún cuando no adopten la política de tolerancia cero contra los abusos.
Se han oído incluso voces de laicos - que parecían sinceramente comprometidos con las redes laicales que buscan una Iglesia sin abusos - señalar que «nosotros no somos jueces» y que en estos temas «no es lo mismo manosear que penetrar»; un laico justificaba así que se dejara sin sanción canónica y en pleno ejercicio ministerio sacerdotal al mencionado Carlos Orellana.
Ese laicado está dispuesto aún a ser considerado «afiliado» a una institución que protege, sustenta y empodera a abusadores y acosadores y desprecia a las víctimas y denunciantes.
Este desprecio por las víctimas se manifiesta también en el silencio cómplice que la Conferencia Episcopal ha tenido en el último tiempo por las víctimas de la violencia policial y militar.
Durante la última asamblea plenaria episcopal carabineros asesinó a un comunero mapuche, Camilo Catrillanca. De ello y de la ola de encubrimientos posteriores los obispos no han dicho una palabra salvo una declaración genérica incomprensible: «quisiéramos que la luz del pesebre y el mensaje de paz que los ángeles regalan a todas las personas de buena voluntad, se haga realidad en la Araucanía». Las palabras reflejan la incapacidad de los obispos de comprender un análisis más hondo de la situación mapuche.
Ante la militarización del territorio, al despojo histórico de un pueblo, ante un homicidio espantoso y ante la represión, los obispos proponen enviar... la luz de los ángeles.
Tampoco el obispo castrense y presidente de la Conferencia Episcopal Santiago Silva Retamales se ha referido a la ola de negacionismo de las víctimas de la dictadura de civiles y militares ni a la alzada pinochetista que se da entre sus compañeros militares.
Tal vez se siente más cómodo ahí entre los que han mantenido un histórico pacto de silencio para encubrir a los violadores de derechos humanos que entre las víctimas que claman verdad y justicia hace más de 40 años.
Esta ola neopinochetista, no solo niega el exterminio político y estatus de víctima de miles de perseguidos, torturados, desaparecidos y ejecutados por civiles, militares y eclesiásticos, sino que festeja esta acción genocida.
Se ha instalado no sólo con la anuencia del obispo castrense sino de toda la Conferencia de obispos de Chile y denota que han decidido seguir su vida sin oír la voz de Jesús: «Felices aquéllos que han sido perseguidos por causa de la justicia, pues de ellos es el reino de los cielos [...] Felices serán cuando los insulten y persigan, y digan todo género de mal contra ustedes falsamente, por causa de mí».
Transitan seriamente por un camino hacia una Iglesia sin Dios.
La celebración del Sínodo laical autoconvocado, cuya primera asamblea fue el 5 y 6 de enero de este año, es la oportunidad para llenar un vacío de espiritualidad que aqueja a la Iglesia.
No puede ser una espiritualidad prefabricada por clérigos para laicos, sino que deberá surgir gracias a la fuerza del Espíritu, elaborada paciente y sabiamente, con ensayos y errores, por las laicas y los laicos en conjunto con otros miembros del pueblo de Dios, volviendo a las fuentes del pensamiento judeocristiano y tomando la voz de denuncia contra las injusticias que oprimen a nuestra sociedad.
Este Sínodo es una oportunidad única de convocar al laicado que cree que son necesarias tanto la adopción de una política de tolerancia cero a los abusos como la construcción de una voz eclesial libre que quiera hablarle a la sociedad: «Felices los que tienen hambre y sed de justicia, pues ellos serán saciados».
El laicado ha iniciado un proceso de reflexión y reforma imparable. Soñamos con una iglesia de comunidades, animada por el Espíritu de Jesús y encaminada por la huella del Reino de amor, de justicia y de misericordia marcada por Jesús.
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