A ponerse las faldas

“Es hora de ponerse los pantalones”, reclama un dirigente de acento campechano, reclamando la presencia militar en la Araucanía. Otro dice: “Aquí lo que faltan son pantalones”, y se queja de la interrupción del servicio del metro. “Hay que ser bien hombrecito para enfrentar a las sanitarias”, reclama un señor que bien pudiera ser tesorero de alguna unión Comunal. Un dirigente político ordena al gobierno a ponerse los pantalones y, cuando algo se logra, el funcionario respectivo dice, “Chile es un país de pantalones largos”.

Todas estas proclamas hablan de las debilidades propias más que ajenas. La autoafirmación exagerada de la virilidad, de la masculinidad y su celebración a través de la ilusoria creación de atributos que se les presume propios expresa la profunda incapacidad para asumir la madurez de la vida adulta.

Quien reclama que hay que ponerse los pantalones es probable que no los tenga bien puestos, si hemos de jugar con esa metáfora. Es probable que sea aquel que como miles de hombres chilenos digan a sus mujeres que cuando hay un vecino que está maltratando a su pareja que “es mejor no meterse”. El mismo señor que vocifera por la falta de autoridad en el país es también  el mismo que en su casa dice: “Aquí mando yo… Y se callan”. Y el mismo señor, si lo que compró viene averiado, pide a la señora a cambiarlo: “Anda tú, mejor”.  

La vida cívica en este país la han construido las mujeres y lo han hecho con hombres ausentes, sin pantalones  y, sobre todo, ajenos a toda responsabilidad.

Cuando llegan,  son los niños de la casa, llamando muchas veces  a sus parejas “mamita”. Y ella, en un arrebato de debilidad (porque ”esta es la última vez”, según le aseguraron), le dice, “guachito”, palabra  clave en nuestro léxico cotidiano: guacho es a quien o aquello que se adopta, a quien se brinda cariño y cuidado, al niño solo y cadenciado, al hombrecito a quien se refería el usuario del metro.

Para quienes censamos se hizo evidente la fuerza cívica de las mujeres. No sólo porque el término “jefe de hogar” – tan asociado al hombre en el pasado – quedara en entredicho sino porque esta fiesta popular, esta fiesta cívica, tuvo como anfitrionas a las mujeres. Fueron ellas quienes nos ofrecieron almuerzo, desayuno, un cafecito o un juguito. Fueron ellas quienes más clara tenían la situación de sus hogares y eran ellas quienes, en muchos casos, sostenían toda la estructura familiar. 

El problema no es la falta de pantalones. Hay muchos, importados y de todas las marcas. Lo que no hay, estimados caballeros, es sentido cívico, esto es, lo que nunca nosotros (y me incluyo) hemos sabido desarrollar. Creíamos tener la razón porque teníamos la fuerza (“tú, te callas”) y sobre la base de ese predicamento ejercimos el poder político (“aquí no se meten las mujeres”).

Y lo que tenemos, como resultado, es aquello contra lo que nosotros, caballeros, reclamamos. Es hora, creo yo, no de ponerse los pantalones sino que de ponerse las faldas, de asumir nuestro fracaso como género y no como país, de constatar la miseria en que un patriarcalismo sustentado en la fuerza nos ha dejado. 

Tal vez quien tenga más razón sea quien habla de hombrecitos. No es solo  en la alta esfera del gobierno o de la empresa o de la política donde por su ausencia brilla la capacidad para tomar decisiones y asumir consecuencias, de dialogar de cara al otro, de mirarse a los ojos y decirse las verdades que corresponda.

Al  fin de cuentas, las altas esferas responden a las pequeñas esferas. En ausencia de civilidad, ¿cabe la posibilidad de desarrollar una sana política?  

Desde Facebook:

Guía de uso: Este es un espacio de libertad y por ello te pedimos aprovecharlo, para que tu opinión forme parte del debate público que día a día se da en la red. Esperamos que tus comentarios se den en un ánimo de sana convivencia y respeto, y nos reservamos el derecho de eliminar el contenido que consideremos no apropiado