Ante la avalancha de recuerdos y referencias que ha suscitado el deceso de don Patricio Aylwin Azócar, lo que significó su rol como impulsor (entre muchos otros) en la recuperación democrática, poniendo fin a un aciago período de un régimen despótico y que derrotó al dictador que pretendía prolongar su permanencia en el poder, hemos escuchado, también leído, episodios conocidos que nos retrotraen a una etapa que lo tuvo y sitúa como figura preponderante de nuestra historia republicana.
Ha sido muy emocionante constatar como hoy se resaltan sus cualidades de hombre prudente y conciliador, admitiendo que era “el hombre justo para una tarea precisa”.
Asumir como primera autoridad del país, encabezando una compleja y titánica labor para dejar atrás tanto dolor y sufrimiento, dando inicio el reencuentro entre los chilenos, en sus exequias tuvo la retribución agradecida de una multitud de compatriotas que en interminables filas acudieron en respetuoso silencio a despedirlo en su hora postrera.
Una mujer que aguardaba su turno para ingresar al templo, al requerírsele por una periodista los motivos de su presencia, sentenció: “Estoy aquí, porque él fue un valiente. Tiene que haber sido muy difícil gobernar con una pistola en la sien”. He puesto más atención en ese tipo de demostraciones y en la sabiduría emocionada de gente sencilla que evidencia ser más perspicaz y razonada, por encima de las consabidas retóricas de una clase política desacreditada y bastante disociada de la ciudadanía.
No es soslayable dejar de preguntarse en éste momento de pesar, acerca de la paradoja que significó presenciar a miles de chilenos desfilar ante el féretro de un político como don Patricio Aylwin Azócar, en contraste con la menguada valoración y descrédito, que sin distingos afecta y tiene muy cuestionada la legitimidad parlamentaria por hechos que son de amplio dominio público.
La propia presidenta de la Democracia Cristiana, senadora Carolina Goic, al hacer uso de la palabra en la explanada del Cementerio General, describió que mientras caminaba junto a otros dirigentes detrás del cortejo, la gente implorante les decía “aprendan, aprendan de don Patricio”, para enseguida hacerse cargo con diligencia de ese clamor popular, permitiéndose la circunstancia del homenaje y afirmar “que había llegado el momento en que los políticos pidamos perdón”.
Son palabras oportunas y hasta plausibles como gesto simbólico, pero que necesitan un correlato en los hechos. Un botón de muestra ha sido la tramitación de una serie de normativas legales en el Congreso y que han sido sugeridas por la “Comisión asesora contra los conflictos de Interés, el Tráfico de Influencias y la Corrupción”, más conocida como Comisión Engel. Aunque ha habido avances, no es menos cierto que muchas de sus propuestas, se han desdibujado y reflejan muy poco del contenido inicial.
Pero volviendo a la idea central de ésta columna, más allá de la diversidad de juicios en torno a la figura y el rol que le tocó desempeñar a don Patricio Aylwin, sus atributos de integridad personal y familiar, cualidades que por lo demás han caracterizado el comportamiento sin excepción (salvo el dictador de Pinochet) de todos los ex Presidentes.
Tampoco pasó inadvertida la sorpresiva presencia del otrora líder del socialismo chileno, Carlos Altamirano. Los años, que duda cabe, nos aportan no solo vejez, también sabiduría. La perspectiva cambia. Así como el propio Aylwin reconoció que se había equivocado, hoy lo admite uno de sus más duros oponentes. Ello no significa ni debe interpretarse a que estén claudicando en sus convicciones.
Muy por el contrario y lejos de la realidad. De hecho, cuando se publique el libro que dejó escrito Aylwin, su visión será contrastada con la de otros protagonistas de su tiempo y los estudiosos de la historia que escudriñarán ese período se encargarán de escribirla, aunque no logren ponerse de acuerdo.
Lo que importa es que aprendamos a reconocer nuestras limitaciones y desaciertos, dónde fallamos. Aprender, aprender…ese es el verbo a conjugar.
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