Ciudadanofobia o el terror a la libertad

La discusión ha terminado. El Subsecretario ya no lo es. Más allá de algún malestar, la discusión quedó zanjada. Hubo consenso, el Subsecretario pecó de arrogancia, de imprudencia, de desatino. No era correcto imputar motivaciones sociales a quien procura atención médica en un consultorio a las seis de la mañana.

Es posible que el Subsecretario no haya medido sus palabras, no tanto por imprudencia sino por omisión.

Es probable que, desde el confort de una clínica privada donde la atención médica se ofrece con manicure incluida, sea difícil advertir la existencia de escenarios de hospital de campaña allí donde se agolpan a la espera de un número personas que con urgencia requieren atención médica.

La solución, y en esto también pareciera haber consenso, radica en la atención oportuna. La tecnología, señalaba el Subsecretario, ayuda en esto.

Concedamos por un segundo que una anciana o anciano tiene un teléfono móvil, que cuenta con la aplicación adecuada, que sabe operarlo y que tiene saldo a favor, podría, pues, concertar una cita médica como el Subsecretario indica.

Asumamos por otro segundo que no lo hace, que prefiere ir al consultorio a eso de las once, cuando ya no hace tanto frío y que el consultorio no está atiborrado de personas, que no hay quienes vendan números o que especulen con la espera de los demás.

Es probable, muy probable, que en estas condiciones se produzca vida social, una vida social que satisfaga no solo a los ancianos y ancianas sino también a embarazadas, jóvenes, niños y niñas que procuran, según lo promueve la OMS, un bienestar físico, social y psicológico.

El consultorio, el hospital, las salas de emergencia son lugares sociales donde hay quienes se juegan la vida y otros que se la ganan; son lugares donde, más allá de la función médica, se vive la ciudadanía, se ejercitan los derechos y, eventualmente, se aprenden modos saludables de encuentro social.

Nada de esto pasa, claro está, nada de ello pudiera pasar mientras la medicina se ofrezca como una mercancía escasa a cuyo acceso sólo pueden aspirar los subsecretarios bien remunerados o los inescrupulosos que venden los números.

Pero tales no debieran ser los consultorios, no debieran ser meros dispensarios para el beneficio de la industria médico farmaceútica.

La tarea que el sistema de salud se propone es mejorar la atención mediante tecnologías, como a muchos gusta decir, “de punta” (¿de punta de qué?).

Imaginemos pues un dispensario electrónico: “Para el páncreas dígite P1. Presione luego con su dígito pulgar derecho en el espacio señalado en pantalla. Allí podrá ver el desplazamiento del dron que pondrá en su boca la dosis requerida. En siete minutos la pancreatitis no será sino un recuerdo”.

Un modelo perfecto, ¿no? Con o sin páncreas, el paciente seguirá su vida en y con la pantalla. Nada de “lo social” ha venido a estropear su compra.

Es lo que el modelo ofrece. ¿Será el modelo “biomédico”?

¿Será que nadie aspira a un modelo “socio médico”?

Tal vez haya que preguntarse acerca de lo social. Acerca de esa “diversión” que el Subsecretario creía advertir en quienes aparentemente sobre demandan a los consultorios.

Algo invita a pensar que los ancianos tenga más razón de la que quisiera concedérseles. La pobreza, el dolor, la deprivación y la enfermedad son cargas duras de sobrellevar y a la autoridad le conviene que se vivan larvariamente.

Atención individual, cotizaciones individuales, seguros personales, programas “adecuados a sus necesidades”. Lo colectivo es sospechoso. Lo saben los obreros, las mujeres, los indígenas, los colectivos gay y lésbicos, lo saben quienes padecen discapacidades y se avergüenzan por ello, lo sabemos los viejos.

Saben que sus soledades transforman poco a la sociedad y que a ellas y ellos pesan mucho.

La emancipación ha sido cuestión colectiva, ha sido encontrarse en talleres, fábricas, salas de clases y de lecturas, en las calles y en los parques públicos, y también en consultorios y hospitales.

Ha sido en el descubrir la condición propia como la condición de muchos otros y otras, como surgen las fuerzas políticas y cómo se inicia el lento camino hacia la libertad.

¿No habrá de aterrar la asamblea de los desposeídos a quienes gozan de sus privilegios merced aquellas posesiones?

¿No habrá de ser amenazante saber evidenciada la ventaja propia como el fruto si no del despojo al menos del dolor del otro?

¿Podrá el Subsecretario reconocerse hijo del privilegio para dar un paso y aprender de aquellos a quienes pretende enseñar?

El terror a la libertad no es otro que el de perder lo que en rigor no nos pertenece. Los murmullos en los consultorios molestan porque presagian ejercicios ciudadanos y no hay cosa peor para el gobernante que aquello.

La ciudadanofobia la padecen, en efecto, quienes profitan de su negación. La tecnología les sirve,les sirve para aislar, para individualizar, para atomizar.

Para lo último que la utilizarían sería para democratizar la sociedad. La ciudadanía no es un buen negocio, por lo menos para los tenderos de la salud. 

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