Derechos laborales, una lucha que no acaba

Hoy es feriado irrenunciable. En todo el mundo, grupos de trabajadores saldrán a las calles, ondeando sus banderas. Habrá encendidos discursos reafirmando que la lucha de los trabajadores por mejores condiciones, por respeto, por el término de los abusos no acaba. Y así es. No acaba, sólo han cambiado las prioridades y también las banderas de lucha, al menos en gran parte del mundo.

Ocho horas de trabajo demandaban los mártires de Chicago y por ello fueron sacrificados. Cuarenta horas de trabajo a la semana demanda hoy una bancada transversal en nuestro país; al menos, sus vidas no corren peligro por levantar hoy esta petición.

En Chicago, en 1886, fueron ejecutados varios inmigrantes: cuatro alemanes, un norteamericano, y posteriormente detenidos, despedidos y torturados trabajadores italianos, ingleses, españoles, rusos, polacos. Lo destaco en estos tiempos en que la migración, en todo el mundo, es vista como un factor de desestabilización y es punto de partida para el nacimiento de movimientos xenófobos, como si no viniéramos todos de la misma matriz. 

Si bien en Chile y otras naciones al menos la jornada de ocho casi está siendo superada, hay lugares de este mundo donde no sólo se trabaja en jornadas extenuantes, sino que además son niños, niñas y adolescentes los que son explotados en esta máquina de producción de basura que no acaba, y menos se preocupa del medio ambiente ni de las condiciones extremas y duras que deberán vivir las próximas generaciones.

¿Y cómo estamos por casa? Estamos. Las jornadas son de 45 horas semanales y se busca reducirlas a 40, pero esto es sólo un aspecto de la vida laboral por considerar.

Las cifras indican que el ingreso promedio es de 517 mil pesos, el mínimo es de 301 mil pesos. Pero se trata de promedios, de estadísticas. La realidad nos dice otra cosa: la mitad de los trabajadores recibe 350 mil pesos y el 50% de los pensionados reciben $ 170.000. Los trabajadores sobreviven, los jubilados se gradúan de pobres al pensionarse.

¿Y cómo están las organizaciones de trabajadores? Esas que lideraron épicas luchas sociales, la mayor parte de ellos víctimas de brutales represiones en las que no sólo cayeron obreros, sino también sus familias, niños y niñas incluidos: no muy bien, gracias.

Cuatro centrales sindicales débiles, incapaces de ponerse de acuerdo en lo básico, que sólo la unidad de propósitos, la generosidad, la independencia y la solidez pueden conseguir avances para los trabajadores y posicionar al sindicalismo como un actor serio de la vida nacional. Por ahora, cero poder, cero influencia, cero capacidad para superar las legítimas diferencias.

¿Cómo estamos en el siglo XXI en Chile? No estamos bien. Mientras los empresarios defienden unidos sus intereses y tienen a un gobierno para fortalecer sus posiciones, los trabajadores naufragan entre la soledad, la inacción y la atomización. Fue certero Pinochet al alentar el individualismo. Así, donde debiera existir una organización sindical fuerte, autónoma de los partidos y clara en sus objetivos y propuestas, pululan organizaciones y grupos que no son capaces de ponerse de acuerdo, de confiar, de asumir el desafío de un mundo que cambió, en el que las manos y la fuerza bruta dieron paso al conocimiento, a la automatización.

Siempre hay esperanza. Porque que la lucha no acaba, es cierto, no acaba. Sólo son distintos los desafíos, las necesidades, y por eso las batallas se darán en otros ámbitos, en otros tiempos, con otras personas que hayan aprendido a ser mejores, a ser generosos, a ser dedicados y estudiosos.

Ya no queremos ni necesitamos mártires, necesitamos mujeres y hombres dispuestos a construir una mejor sociedad, un mejor país y mejor futuro para todos.

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