Después de las primarias

Es valioso que, por primera vez, se haya realizado en Chile una elección primaria legal para elegir candidatos a la Presidencia. Es un progreso en materia de participación ciudadana. La participación de más de 20% de los votantes habilitados fue una positiva sorpresa.

Los resultados confirmaron la gran adhesión con que cuenta la ex Presidenta Bachelet. Revelaron también el surgimiento de una nueva figura política, el ex ministro Andrés Velasco, que obtuvo el segundo lugar pese a no tener el apoyo de ningún partido.

La votación de Claudio Orrego es meritoria debido a los obstáculos que enfrentó dentro de su propio partido. Es obvio que esa votación no refleja la influencia nacional de la DC, cuyo aporte es indispensable para el éxito de un eventual nuevo gobierno de centroizquierda.

El triunfo de Pablo Longueira sobre Andrés Allamand demuestra que las máquinas partidarias todavía cuentan, y que el apoyo de Golborne quizás aportó los votos necesarios para sacar ventaja.

Se incorporan ahora a la competencia presidencial otros 4 o 5 candidatos, lo que dificultará la posibilidad de que la elección se resuelva en la primera vuelta (para ello, el ganador tendría que superar a todos los otros candidatos juntos), por lo que quizás haya que votar de nuevo en diciembre.

La expansión del universo de electores que provocó la inscripción automática y el hecho de que el voto sea voluntario obliga a ser cauteloso en materia de predicciones.

El espacio de incertidumbre es hoy mucho mayor, y las encuestan están bajo sospecha. No sabemos cuánta gente que ayer no votó se sentirá motivada en los próximos meses para ejercer ese derecho el 17 de noviembre, ocasión en la que también se elegirán parlamentarios. No hay cómo saber cuál será el comportamiento de los electores debutantes.

En otras palabras, no está todo dicho, y sería un error que los dirigentes de la centroizquierda creyeran que la carrera presidencial ya está corrida. La responsabilidad del bloque opositor es ofrecer ahora una alternativa confiable a la mayoría del país.

¿Qué elementos ponen en la balanza los ciudadanos al decidir su voto? Deben ser muchos, pero el factor determinante es la confianza o desconfianza que les inspiran los postulantes. Los electores tienen una idea aproximada del programa del candidato con el que simpatizan, a veces bastante vaga, pero “apuestan” por esa persona, confían en que actuará con buen criterio, que gobernará para todos, que no se someterá a los grupos de presión, en fin, que hará todo lo posible para que el país se interne por un sendero de progreso, no de crisis.

“Los gobiernos no pueden hacer feliz a nadie, dice Fernando Savater ,basta con que no lo hagan desgraciado, que es cosa que sí pueden lograr en cambio bastante fácilmente” (“Política para Amador”). Es preferible, podríamos agregar, que los candidatos no ofrezcan felicidad al contado ni en cuotas. Pueden comprometerse a impulsar políticas públicas que eleven el bienestar, la calidad de vida, pero si ofrecen felicidad es como para desconfiar.

En épocas de campaña, los candidatos enfatizan la voluntad de garantizar los derechos de la personas, lo cual está muy bien, pero no suelen hablan de deberes. Se supone que si lo hacen, perderían votos. Pero los deberes existen, y si no los cumplimos es muy difícil que la sociedad mejore.

¿Cambios? ¡Por supuesto! Pero, definamos claramente hacia dónde. ¿Mejor educación, mejor salud, mejores pensiones? ¡Cómo no! Pero tenemos que precisar las vías para conseguirlo, o sea, las buenas intenciones deben traducirse en buenas políticas. Aspiramos a tener una sociedad más justa, con verdadera igualdad de oportunidades, pero la cuestión es concretar esa perspectiva dentro del régimen democrático, lo cual implica descartar los atajos.

Siempre se parte de lo que existe. Cualquier promesa de cambiarlo todo o casi todo no puede ser seria. Que un dirigente estudiantil razone de ese modo es comprensible, pero no un parlamentario o un candidato presidencial.

Chile necesita reformas políticas, económicas y sociales, y para que hacerlas realidad se requieren amplios acuerdos. Es improbable que una reforma sustancial sea impuesta por la mitad del país a la otra mitad. Pero incluso si hubiera una gran mayoría a favor de una postura, la minoría no debe ser avasallada.

Todas las grandes reformas de 1990 hasta hoy han sido el fruto de acuerdos de ancha base. Lo deseable es que el país cuente con políticas de Estado en todas las áreas sensibles: política fiscal, sistema tributario, estrategia de energía, relaciones exteriores, etc.

Sería útil que los candidatos presidenciales hicieran el ejercicio de imaginar no solo el momento de su entrada a La Moneda, sino especialmente el momento de su salida. Vale decir, cómo quedará el país al término de su mandato. Eso los obligaría a ser realistas y también a ponerse a sí mismos mayores exigencias para asegurar que el país progrese de verdad y para que las obras sean duraderas.

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