El temor a la Constitución

En una de sus visitas a Santiago, el fallecido Gabriel García Márquez comentó con asombro que nuestro país era el único que conocía en el mundo en el que se vendieran los textos de las leyes en las calles, asunto que, a su juicio, reflejaba nuestra cultura legalista y una idiosincrasia única.

Sin embargo, cada cierto tiempo nos vemos sometidos a intentos refundacionales que pretenden recrear desde cero toda nuestra institucionalidad, como si la existente hasta el momento fuera un fracaso absoluto, y eso también parece ser parte de nuestra idiosincrasia.

La historia muestra que las naciones que son capaces de lograr consensos básicos acerca de su institucionalidad y concuerdan una estrategia de desarrollo son las que logran de verdad asegurar una senda de crecimiento que les permita resolver sus necesidades y cubrir sus falencias.

Chile, en cambio, parece transitar de un modelo a otro sin convencerse de ninguno y eso se debe en gran medida a que cada uno de ellos ha sido impuesto por la fuerza o por mayorías circunstanciales.

Para perdurar, una Constitución debe estar por encima del debate político, social y económico, y a menudo se considera que la mejor forma de eludir esas disputas es proponer un texto general que defina principios básicos con los que todos puedan estar de acuerdo.  Pero eso no resuelve el desafío de concordar un modelo determinado de organización que ayude al progreso. Cada uno desde su vereda cree tener la receta mágica para lograrlo aunque en realidad se trata habitualmente de expresiones de voluntarismo e incluso de excesiva ideologización, y eso ocurre en todos los sectores.

¿Es posible que una mayoría clara y relativamente permanente en el tiempo se pueda poner de acuerdo en un texto constitucional? La respuesta parece ser negativa, al menos por lo que se puede deducir de la conducta de los actuales actores políticos, que parecen estar más preocupados de la siguiente elección que en el largo plazo, y que están tan distantes de la base social que difícilmente comprenden qué es lo que anhelan los chilenos.

Incluso cabría preguntarse si es sólida esa mayoría que se declara como partidaria de cambiar nuestra actual Constitución, si al mismo tiempo es sencillo comprobar que carecen de la formación cívica necesaria para comprender qué es y cuál es el sentido de una Constitución.

Lo claro es que con tanta discusión sobre la legitimidad de la Constitución de 1980 y acerca de la forma de garantizar la legitimidad de una eventual nueva Constitución, esa obsesión legalista que comentaba García Márquez como un hecho curioso parece haberse apaciguado.

Lo anterior lleva sin embargo a una nueva pregunta, ¿es positivo ese aparente desapego al ordenamiento institucional? ¿Puede un país aunar sus esfuerzos para avanzar en una dirección consensuada si no se considera necesario establecer algunas definiciones mínimas?

A veces da la impresión que nos sobran personas encantadas con la idea de realizar cambios y nos faltan los que se han detenido a pensar cuál es el sentido de los cambios y cuáles deben ser.  

Hay muchos que repiten consignas prefabricadas, como si fueran la canción del verano, sin detenerse a reflexionar qué es lo que sirve y qué es lo que está llamado a convertirse en un obstáculo y en nuevos argumentos para volver a reclamar en veinte años más una nueva Constitución porque la nueva ya no es tan nueva y corresponde a una realidad que en dos décadas ya no tendrá vigencia.

A la Constitución hay que darle el sitio de privilegio que le corresponde en el ordenamiento de un país, sin adorarla como una verdad revelada y que, por lo tanto, es inmutable, ni tampoco relegarla al nivel de un documento de carácter instrumental que puede modificarse y reemplazarse de acuerdo a las circunstancias de cada momento.

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