La nerviosa toma de posiciones

A medida que se vayan acercando las elecciones municipales del 23 de octubre de este año, abriendo paso a continuación a los comicios presidencial y parlamentario de diciembre del año siguiente, será esperable ir constatando cómo aumenta el nerviosismo de los partidos políticos, especialmente los tradicionales que ven con temor la reacción ciudadana al sostenido declive de la confianza en la política.

Es preciso contextualizar el escenario político para comprender este estado de nerviosismo: la adhesión a los partidos tradicionales ha bajado permanentemente y los movimientos y figuras que han aparecido como alternativas, si bien tienen una evaluación mejor, no aparecen tampoco como posibilidades reales para hacerse cargo de las responsabilidades de gobierno.

Por otra parte, la decisión de permitir la voluntariedad del voto no ha sido abordada por los partidos con la seriedad necesaria para atraer el interés ciudadano y lo concreto es que se teme que la participación descienda aún más y resulta cada vez más improbable que se pueda volver a la obligatoriedad del sufragio.

En tercer lugar, la falta de liderazgos atractivos -al menos en este momento- permite suponer que la posibilidad de establecer con claridad el predominio de un sector sobre otro se hace difícil.  No hay nombres carismáticos y la competencia presidencial se está decantando por criterios como optar por el mal peor o la idea de preferir al diablo conocido, y ambos ejes son los menos eficientes para convocar al electorado.

Para los partidos que llevan décadas actuando en la vida política sin mayores cambios, con dirigentes que iniciaron su labor muchas veces antes de 1973, este escenario no sólo resulta difícil de afrontar sino que además representa una crisis que reviste características desconocidas para ellos, que provienen de generaciones en las que los liderazgos no eran cuestionados ni puestos en duda en cuanto a su dignidad, como ha venido ocurriendo en Chile y otras naciones desde comienzos de la presente década.

Es esta situación, el no saber cómo enfrentar las demandas ciudadanas, más que la crisis en sí misma, la que los tiene desconcertados, y eso ocurre por igual en uno y otro lado del espectro político. El mundo ha cambiado con una velocidad inusual y de una manera tan brusca que es posible que ni los propios ciudadanos sepan con exactitud qué es lo que demandan, más allá de la noción básica respecto a la necesidad de un cambio en la forma de hacer política.

Desde el punto de vista de la psicología y de la sociología, es natural que en estas condiciones las respuestas se caractericen por el nerviosismo y la improvisación, y es tan simple como comprender que se está explorando un mundo nuevo, tan nuevo que las reglas aún no están escritas y nadie puede afirmar en propiedad que es experto en la materia.

Las conductas y pautas que fueron eficientes en la actividad política durante décadas e incluso siglos, de pronto dejan de tener utilidad. La persona que disfrutó de un status social incuestionable de pronto descubre que tiene los pies de barro y no alcanza a comprender la naturaleza del lodo. Siente que lo apuntan con el dedo y lo culpan de hacer lo que siempre se hizo, porque no se enteró a tiempo que esos actos ahora se consideran ilegales, o al menos poco éticos e inadecuados.

Es un nuevo mundo y sólo podrán completar el tránsito entre lo viejo y lo nuevo quienes aprendan primero a diagnosticar la realidad y a adoptar las respuestas apropiadas. Es una realidad tan inédita que hasta el lenguaje resulta novedoso y hay que reaprender la comunicación. No es fácil y se cometerán muchos errores, cada uno de los cuales irá reforzando la sensación de desorientación y la angustia de no acertar con las acciones adecuadas.

Lo primero es entender que las posiciones anteriores no sirven, que hay que asumir nuevos discursos y que eso significa dejar la comodidad de lo conocido y atreverse a explorar, haciendo partícipes de la aventura a todos los integrantes de la sociedad.

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