Las diferencias entre el Frente Amplio y los partidos de la ex Nueva Mayoría, entre la Democracia Cristiana y el Partido Comunista, o entre este último y el Frente Amplio, están a la orden del día en las editoriales dominicales y columnas de opinión.
En muchos casos, animadas principalmente por analistas que no pertenecen a dichas organizaciones, sino que, por el contrario, se encuentran afines a los centros de pensamiento de los partidos del oficialismo. Desgraciadamente, encuentran eco entre los aludidos con más frecuencia de la deseable.
De tener eficacia en pautear a la oposición, ese marco de disenso insalvable será profecía autocumplida, consolidando la fragmentación de dichos sectores de cara al proceso constituyente.
Ello, a menos que la oposición sea capaz de advertir que dicho escenario sería intolerablemente funcional a la sobre representación de la minoría conservadora y su poder de veto en la Convención Constitucional.
Tomemos como ejemplo la última elección de diputados: la derecha obtuvo el 39% de los votos, pero consiguió quedarse con un abultado 46% de los escaños. El centro y la izquierda, en tanto, concentraron el 61% de los votos y se adjudicaron sólo poco más de la mitad de los escaños disponibles (54%).
Aquellos números, señalados por el Laboratorio Constitucional de la UDP, muestran la diferencia entre ir juntos o ir divididos: mientras los partidos de la derecha compitieron en dos listas, las fuerzas de la centro-izquierda lo hicieron en siete, dispersando su electorado y fragmentando su votación.
Este dato explica la insistencia de algunos sectores por resaltar las discrepancias programáticas e ideológicas de los partidos ubicados en el centro e izquierda del sistema de representación.
En insólita sincronía, confluyen líderes de opinión de la derecha y dirigentes de la izquierda señalando que la unidad electoral de la oposición tiene como requisito insustituible los acuerdos ideológicos o programáticos totales y rígidos.
Por cierto que las diferencias existen, pero los disensos serán aún más dramáticos teniendo una derecha sobre representada en la Convención Constitucional.
Por ello, una actitud razonablemente estratégica debiera responder a enfrentar un problema a la vez: primero, unidad para evitar la sobre representación de la derecha; luego, las diferencias deben enfrentarse en la discusión constitucional de cara al escrutinio público de la ciudadanía.
En efecto, la discusión sobre los contenidos y la deliberación constitucional estarán marcadas por la fiscalización permanente de una ciudadanía expectante y dispuesta a incidir desde dentro y desde fuera de los canales representativos formales.
Aquello no es garantía de rectitud de los representantes, pero abre más optimismo que el debate oscuro e impune al que algunos se estaban acostumbrando. Donde no haya acuerdo, la ciudadanía hará sentir la necesidad de este, y la unidad estará entre las prioridades después del 25 de octubre.
Para enfrentar este desafío, hay que establecer un acuerdo inicial sobre elementos mínimos comunes. Es indispensable la unidad electoral para hacer menos adverso el debate sobre los contenidos, toda vez que la distribución de las fuerzas, traducidas en convencionales constituyentes, será decisiva. No es igual debatir frente a una derecha sobre representada que a una que pese no más de lo que realmente pesa.
La unidad es algo apremiante. Algunos dirán que la unidad electoral no es condición suficiente para las transformaciones, pero al menos es condición necesaria. Para hacer los cambios, lo primero es tener la mínima posibilidad de hacerlos. Sin unidad electoral esta oportunidad histórica se esfuma.
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