El 25 de julio de 2019, unos meses antes de la revuelta popular que se abrió paso en octubre de ese mismo año, publiqué en este mismo medio una columna titulada por nuestra recordada editora de opinión como "Piñera pierde el pelo, pero no su estilo".
En ella me permití cuestionar, someramente, la defensa pública formulada por Sebastián Piñera al entonces ministro de Interior Chadwick, luego de que la comisión investigadora de la Cámara de Diputados -órgano de control político- reconociera la responsabilidad de la autoridad en los hechos que rodearon la muerte del joven mapuche Camilo Catrillanca.
Me acuerdo haber escrito esa columna con mucha impotencia, porque esas conclusiones, más o menos espontáneas y más o menos libre de presiones mediáticas, por muy simbólicas que fueran, entregaban un grado de esperanza, certeza e incluso tranquilidad a la ciudadanía. Garantizaban, aunque de soslayo, la existencia de un sistema de control "equitativo" entre los poderes del Estado. Sin embargo, en menos de 24 horas, Piñera nos arrebató esa mínima manifestación de equivalencia, saliendo a deslegitimar públicamente las conclusiones de la comisión, imponiéndose como representante del Ejecutivo frente al Legislativo, recordándonos que nuestro sistema político reconoce la separación de los poderes del Estado, pero no su equivalencia.
Asumo que mi inocente impotencia respondía a la comprobación de una teoría que antes del 18 de octubre era minoritaria: Nuestra democracia es tan frágil y delgada como nuestro territorio. Esa fragilidad se manifiesta, entre otras muchas instituciones (y situaciones), en el hiperpresidencialismo del que goza nuestro sistema, el cual se ha intensificado incuestionablemente producto del liderazgo sordo, rígido e inflexible que ha ejercido Sebastián Piñera en la gestión de los asuntos que más dialogo y apertura han requerido durante su gobierno.
Recordemos los tres últimos hitos más relevantes. Caso Catrillanca: Desconoce las conclusiones del informe evacuado por la comisión investigadora de la Cámara de Diputados recién citada, órgano que debiera controlar la acción del Presidente y sus ministros. Estallido social: Desconoce los crímenes de lesa humanidad cometidos de manera generalizada y sistemática desde octubre de 2019. Crisis sanitaria: Como si disfrutara la violencia y la falta de criterio sus fuerzas de orden, mira desde La Moneda cómo se criminaliza indiscriminadamente a miles y miles de personas que nunca antes tuvieron contacto con el sistema penal, haciendo oídos sordos a la interpretación categórica entregada por la Corte Suprema sobre la arbitrariedad de detener o requerir penalmente a personas que circulan durante el toque de queda sin salvoconducto.
Piedras con las que tropieza una y diez veces el Presidente. Que intensifican aún más la crisis social y agudizan los cuestionamientos sobre la calidad de nuestra democracia, nuestras instituciones y la capacidad del Ministerio Público y las policías de perseguir conductas realmente reprochables, y no me refiero solamente al ladrón de la esquina.
Es indiscutible la prudencia de las medidas que limitan la libertad de movimiento para no expandir el contagio de la pandemia, pero es indiscutible también que la mayoría de las situaciones de urgencia que ha debido enfrentar el Ejecutivo han derivado en reacciones desproporcionadas, unilaterales, sin reflexión, canalizadas a través de medidas mal implementadas que no dialogan con la opinión del resto de los poderes del Estado, mínimo esperable para en una "república democrática".
Si la Corte Suprema ha sido categórica en señalar que deambular sin salvoconducto no representa ningún peligro efectivo, ni tampoco hipotético, para la salud pública ¿por qué se insiste en justificar la persecución en la protección de la salud pública? Hoy existen más de 50 mil imputados y más de 20 mil personas que han sido formalizadas por supuestamente poner en peligro la salud pública, las que muy probablemente -en caso de ser representadas por profesionales competentes- serán absueltas en instancias posteriores. En dictadura se perseguía por poner en peligro la integridad de la patria, hoy la salud pública.
Lo cierto es que tendemos a relativizar el respeto y la protección de nuestros derechos fundamentales en vez de cuestionar con seriedad cuán proporcional, racional y eficaz es la medida que se implementa, y aunque a algunos quizás nos alarma, no tenemos más alternativa que agotar la experiencia en compartir por redes sociales nuestra impotencia, para después seguir con lo nuestro, sin importar que en la vereda de enfrente la autoridad golpee a un hombre de 65 años por no someterse a un control "sanitario" mientras trotaba 7 minutos después de terminada la "franja deportiva"; o sin importar que se detenga a personas en situación de calle por no respetar el toque de queda.
Sin importar tampoco cómo se ven afectados micro empresarios cuando caprichosamente suspenden temporalmente sus giros comerciales por considerarlos no esenciales; sin importar que el Presidente no atienda las conclusiones de una comisión cuyo mandato constitucional es fiscalizar y controlar la acción política; sin importar que desde octubre de 2019 vivimos bajo un régimen penitenciario y pendenciero que calcula minuto a minuto muchos aspectos de nuestra existencia a la sombra de la pandemia y la crisis social.
Pareciera que en Chile, aunque cueste aceptarlo, nos hemos acostumbrado a vivir resignadamente sometidos a los nocivos efectos que acarrea el desequilibrio de los poderes del Estado.
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