Gabriela (33 años) lleva ocho años viviendo en la región de Valparaíso. Nacida y criada en Santiago migró a Cartagena porque sus abuelos son de la zona y siempre quiso vivir ahí. En la casa de sus abuelos vivían muchos de sus seis tíos y tías, numerosos primos y primas. Era una casa pequeñísima donde se turnaban los miembros de la familia para dormir en la noche. Gabriela siempre se adaptó a estas circunstancias típicas de grandes familias sin medios, pero al empezar a trabajar, tener que esperar a que otros dejaran la cama disponible para dormir se hizo insostenible.
Desde los 19 años comenzó a ahorrar en una libreta de la vivienda, pero no pudo obtener ningún beneficio, la estafaron en una postulación extraña. Perdió el dinero y al no tener cargas no logró acceder a un subsidio estatal.
La historia de Gabriela no es distinta a miles de mujeres que se organizan con otras trabajadoras para resolver el problema de vivienda.
Esto llevó a Gabriela a unirse a 54 familias para planificar la toma de un sitio en los cerros que dividen Cartagena y San Antonio, para después negociar la compra del terreno a su dueño. El terreno en la cima de un cerro arcilloso, alejado de la urbe era un micro-basural. Sin acceso a servicios básicos como agua, luz, calles o alumbrado público y estaba plagado de desechos del cementerio cercano: animales muertos y restos de vehículos. Algo muy común de los cerros de la región.
Junto a las familias comenzaron a limpiar, hacer lotes y ver los deslindes hasta concretar la Villa Las Loicas. Debido a la gran demanda de vivienda y la continua expulsión de personas con menos ingresos desde la ciudad, en tres años han llegado a 300 familias a vivir a la villa. Sin servicios básicos, consiguen agua a través de una gran manguera y electricidad “colgándose de los cables”, lo cual regularmente es desconectado por Chilquinta. Pero el campamento persiste. “Nos quitan los cables, vamos por más cables y ahí jugamos a la persistencia”.
Esa persecución es continua, pero a pesar de ello la comunidad se organiza para apoyar a un vecino que es electro-dependiente y que si no está conectado a la electricidad puede sufrir un paro cardio-respiratorio por apnea del sueño.
También hay personas que son insulino dependientes y tienen que mantener la insulina refrigerada y, por ende, conectarse a la electricidad es de vida o muerte. Hay situaciones complicadas de vivienda.
Después de tres años las casas están más establecidas, aunque al principio pasaban frío y vivían en carpas. Han instalado lámparas para iluminar las calles reciclando unas botellas y cada pasaje tiene una placita que diseñaron entre todos. Algunos han comenzado a hacer huertos orgánicos.
Educar a niños y niñas es una odisea. Hay niños que literalmente cruzan dos cerros para ir al colegio. Han enviado cartas al alcalde y concejales para que se facilite transporte a los 30 niños de la villa para llegar al colegio en Cartagena. No tienen respuesta. Los niños corren riesgos de accidentes y que los aborde gente como el año pasado en octubre cuando los siguió un hombre. Con el cierre de las escuelas debido a la cuarentena, el aprendizaje remoto reemplaza la caminata. Pero Gabriela piensa que eso no es posible.
“Yo soy nana y trabajo en Santo Domingo con un matrimonio muy bueno, me han ayudado bastante, pero veo la diferencia. No tengo nada contra ellos, pero soy testigo de la injusticia social que hay con respecto a los niños que yo tengo en la toma. Ellos se esfuerzan para tener las cosas de su hija, pero acá nosotros carecemos de lo básico”. En la Villa muchas veces no hay electricidad para poder cargar los celulares. Estos son esenciales para obtener la información desde la escuela, ni pensar en un computador.
Tampoco los colegios más vulnerable tienen una plataforma digital para descargar guías y seguir clases online. Hay días en que los niños pueden conectarse y reciben de las profesoras las tareas por WhatsApp. Los niños tratan de responder, pero para muchos es muy difícil hacerlas en medio de la precariedad. Aparte de la dificultad para conectarse, las madres y padres no tienen la educación para poder apoyar a sus hijas e hijos. Muchos de ellos no tuvieron la oportunidad de educarse.
“Es complicado, difícil, fuerte, confiesa Gabriela. A mi me genera contradicciones ser testigo de esa desigualdad: mi trabajo versus mi realidad. Acá yo tengo niños que no tienen una cama donde dormir, menos un celular. Hay otros niños que lo tienen todo. Yo no juzgo porque ellos tengan todo, pero si da impotencia que los míos no tengan nada”.
Como no nos va afectar más una pandemia como ésta, dice la pobladora, si nunca tuvimos nada incluso sin cuarentena. Simplemente no podemos quedarnos en nuestras casas. Siempre estaremos más en riesgo que los
que los “otros”. Esas familias que figuran hoy en sus hogares, conectados a sus computadores, con sus despensas llenas y su sueldo a fin de mes. Nosotros hoy no tenemos luz en el campamento, dice Gabriela.
Colaboró con esta columna Gabriela Almuna, dirigente campamento Villa Las Loicas, Cartagena.
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