Se siente frustrada. Su feminismo incipiente brota en el ámbito público al conocer los aumentos de femicidios, cuando le gritan en la calle, cuando la ningunean en el espacio laboral o cuando se enfrenta a la violencia simbólica de los medios de comunicación. También aflora cuando hay que repartirse tareas en la casa, y, por supuesto, cuando se ejerce la crianza de sus hijos e hijas.
Ella ha leído y conversado con otras sobre el feminismo, sobre los estereotipos de género, la violencia contra la mujer, el patriarcado y las múltiples formas de control sobre nuestros cuerpos que se han desarrollado en la sociedad: desde la religión hasta la negación de nuestros derechos sexuales y reproductivos. Esto se ha convertido en una convicción importante en su vida.
Pero, al mirarse al espejo, el feminismo se hace invisible. Aparecen los kilos demás, nunca de menos, la celulitis, los vellos indeseados, el color y las manchas en su piel y una larga lista de inconformidades. En la cama, prefiere las luces tenues y no siente deseo en esos días en que se siente especialmente gorda o desaliñada.
Por ello, intenta, desde su racionalidad, combatir la inconformidad con su cuerpo. Se dice a si misma que su valor está en su valentía, su inteligencia, su sentido del humor, su bondad, creatividad y capacidad de amar.
Siente culpa de sentirse así, porque la teoría de género nos dispone a ser críticas de los estereotipos sobre cómo deben comportarse y verse las mujeres y los hombres. Sabe que la belleza es una construcción estereotipada que nos ha vendido la industria.
Pero, aun así, la belleza para ella es una norma estricta donde no caben los kilos, los pelos, el color indeseado de su piel. No es racional, pues desde la racionalidad entiende que son estereotipos impuestos para la explotación de los cuerpos femeninos, pero no obstante ello, quiere acercarse lo más posible a ese ideal que aparece en la última revista que ojeó culposamente.
Con los años ha ido aceptándose, y ahora ama su cuerpo, se siente linda, atractiva y empoderada de su cuerpo. Pero no puede dejar de alegrarse cuando la balanza le dice que ha perdido un par de kilos. Ha logrado aceptación, no valoración, de sus imperfecciones. No encuentra lindo el rollito que se le escapa del sostén ni desea tener pelos más que en su melena.
Y cómo no, si desde chica, lo primero que le decía alguien que quería demostrar cariño era, “qué linda estás”.
Cómo no, si las películas que vio siempre tenían como protagonista a princesas con la cintura del diámetro de sus cuellos.
Cómo no, si la experiencia le demostró que los niños buscaban a las niñas que eran lindas bajo esos parámetros de belleza estereotipados, y viceversa.
Si la belleza era una, y quienes no cabían en ese paradigma eran sujetas de bullying o de la simple invisibilidad del resto, hombres y mujeres.
Cómo no, si los medios de comunicación y la industria del cine y la televisión la bombardean diariamente con mujeres de rasgos europeos y bordeando en la anorexia.
Entonces decide arreglarse un poco, hacer dieta con esas comidas light del supermercado, hacer ejercicio, teñirse el pelo, removerse los pelos de esos lugares rebeldes, comprarse cremas caras. Consumir lo que el capital ofrece para encajar con el molde que el mismo capital nos impone. Y lo hace consciente de que está jugando a su juego. Asumiendo que, en ese ámbito, no logra ganar la batalla.
Me parece que muchas mujeres pueden sentirse identificadas con este relato. Sobre todo, las que tienen la suerte de haberse topado con el feminismo, haber leído y conversado con quienes han avanzado más en ese camino hasta hacerlo uno propio, pero que siguen batallando con el estereotipo de belleza que se nos ha impuesto.
Porque pienso que el feminismo es un camino en el que se avanza, no un muro que se cruza de una vez. Siempre hay aspectos en los que somos menos coherentes de lo que nos gustaría.
Porque “vivimos una contradicción cuando hacemos grandes esfuerzos transformadores en todos estos espacios, mientras mantenemos intacta una fidelidad interna al patriarcado. Esta fidelidad es subjetiva, afectiva, intelectual, en las relaciones personales, en el amor, en la sexualidad y en la intimidad de cada una” (Lagarde, 2001).
En el camino de la deconstrucción, los estereotipos de belleza son un gran obstáculo. Quizás nos cuesta más porque no obedecen sólo a la racionalidad, sino a la estética, a la sensibilidad para percibir la belleza.
A mí me pasa todo el tiempo y me frustra saber lo difícil que es instalar en mi cabeza nuevos parámetros de belleza, lo lento que resulta ese proceso, quizás porque “de todas las formas de persuasión clandestina, la más implacable es la ejercida simplemente por el orden de las cosas” (Bourdieu, 1995).
Hay quienes defienden esa inconformidad desde la misma lógica estereotipada. Es deseable un poco de inconformidad porque nos motiva a “vernos mejor”, lo que a veces se disfraza acudiendo a la salud: nos ayuda a “estar más saludables”, cuando es evidente que esa poca cantidad de grasa abdominal no representa un riesgo a la salud y que las cosas que a veces hacemos las mujeres para bajarlo sí puede perjudicarla.
Y hay quienes, desde la vereda del feminismo, creen que se trata de un tema superficial. Cómo va a ser un problema algo así en comparación a la mutilación genital femenina, el femicidio y la violencia intrafamiliar, la violencia obstétrica o la feminización de la pobreza.
Pero creo que no es superflua la relación que se tiene con el propio cuerpo. No somos seres etéreos, somos de carne y hueso, tenemos sensaciones, estamos afectos a la gravedad y sentimos placer corporal. Somos cuerpo también, no sólo ideas.
Cuidar nuestro cuerpo y nuestra relación con el mismo no puede ser considerado banal. Por lo tanto, creo que, lejos de ser superfluo, la inconformidad con el propio cuerpo es preocupante.
Los estereotipos de belleza impuestos por la industria son una forma de violencia simbólica contra las mujeres porque nos impiden amar nuestros cuerpos tal como son.
Y esa inconformidad que sentimos es preocupante porque impacta en nuestra actitud y participación en espacios públicos, como el trabajo y la política. Nos hace sentirnos menos seguras, estar menos empoderadas para tomarnos la palabra en un debate público.
¿Cuántas veces nos hemos preparado para una reunión importante planificando cuidadosamente el traje, el maquillaje y hasta los accesorios? De alguna manera, creemos que lo que queremos expresar en esos espacios no será tan efectivo sin esa tenida que te dota de seriedad, frialdad y poder. Esas características que asociamos a lo masculino.
Muchas mujeres no dan su opinión en un espacio público por temor a ser vistas. Ello repercute en la cantidad de mujeres que logra tener un cargo directivo o una carrera política.
Impacta también en otros espacios en los que deberíamos sentirnos relajadas, empoderadas, libres.
Una amiga me recuerda del “trayecto entre la toalla y el mar”, ese momento en que tenemos que desfilar a pleno sol por la playa semidesnudas y no sabemos si caminar despacio, para que no se nos mueva nada, o correr, para que no nos miren tanto.
Momentos que los hombres disfrutan naturalmente se convierten en motivos de estrés para algunas mujeres. Ni mencionar la presión que sienten algunas mujeres después de un embarazo para poder volver a encajar en los patrones de belleza que nos mandatan y lo inseguras que se sienten de perder a sus parejas en ese momento complejo para cualquiera.
Y, quizás lo más grave, es que también impacta en la forma en que nos relacionamos en la intimidad. La inseguridad que nos lleva a establecer relaciones siempre desiguales. Donde, sumado a otros factores, aceptamos distintas formas de violencia, psicológica y física, porque no nos queremos lo suficiente para salir de ahí, quedarnos solas.
Porque, “la pareja es en nuestro mundo una de las relaciones más dispares y complejas, ya que sintetiza relaciones de dominio y opresión más allá de la voluntad y la conciencia” (Lagarde, 2001). Porque la inconformidad afecta la autoestima, la sensación de independencia, eso que nos permite ser felices estando solas, que nos permite construir relaciones amorosas desde el compañerismo y no desde la necesidad. Eso que nos permite salir de una relación que puede terminar con nuestras vidas.
Para avanzar en este camino es claro que necesitamos buscar referentes reales, empoderadores y positivos. Necesitamos ampliar los parámetros de lo estético poniendo en cuestión aquello que la industria nos vende. Esto es todo un desafío y requiere de la alerta constante.
Por lo mismo, con humildad y sororidad, se abre la palabra a quienes deseen aportar sus propias experiencias en la deconstrucción de los estereotipos de belleza. Quisiera escucharlas. ¿Sienten o han sentido inconformidad con su propio cuerpo?; ¿Qué repercusiones ha tenido para ustedes sentirse así?; ¿Cómo podemos seguir avanzando en deconstruir patrones tan asentados que nos afectan a diario y que no responden a la racionalidad?
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