Aunque el tema de la “muerte asistida” ha debido hacer frente siempre a un intensísimo cuestionamiento de carácter valórico, también ha traído aparejada la discusión acerca de los derechos inherentes de un paciente en “etapa terminal”, sobretodo que se trata de en una decisión esencialmente intrínseca , a lo que hay que adicionarle razonamientos de carácter religioso que la objetan de plano, convirtiéndose en los principales argumentos que proveen la controversia y que se intensifican cada vez que se conoce un caso que alcanza notoriedad periodística y salta al tapete, porque admitamos que existen clínicas en el mundo, como “Dignitas” en Suiza, donde se practican con más frecuencia de las que uno cree, éstas eutanasias con la más absoluta discreción.
Tanto la literatura como el cine, también documentalistas, nos han proporcionado insumo para una reflexión que necesita dejar a un costado conceptos preconcebidos. Sabemos que no hay una mirada uniforme, tampoco desconocemos legitimidad en las discrepantes voces que opinan, porque es absurdo suponer algo distinto.
Por tanto me ajustaré a las circunstancias que rodearon a Betsy Davis, una mujer norteamericana de 41 años que sufría de esclerosis lateral amiotrófica, que tomó la determinación de poner fin a su vida, anticipándose a su sentencia médica, evitándose morir sufriendo de una insuficiencia respiratoria o conectada a ventilación mecánica.
A diferencia de lo ocurrido con Terry Schiavo, mujer que estuvo durante años con soporte mecánico prolongándole su estado vegetativo y que recién en el 2005, tras un fallo de un tribunal de Florida, concedió la razón a su esposo que reclamaba su derecho a quitarle los auxilios que mantenían viva a su cónyuge, Betsy tuvo la serenidad para organizar los preparativos con los cuales quiso despedirse de familiares y amistades, antes de emprender su último viaje.
Es eso lo que a uno lo estremece, particularmente cuando se conocen los pormenores con que planificó el encuentro. De partida el mail que ella misma tecleó en un tablet, no obstante la dificultad que implicaba hacerlo, donde convocaba a su entorno más próximo a pasar un fin de semana en su propiedad de Ojai, en California, iniciaba el convite con una inusitada advertencia a sus destinatarios, “prohibido llorar”. Que la cita fuese fijada para los días 23 y 24 del mes de Julio recién pasado en California, obedecía a una planificación concienzuda por parte de Davis, por tratarse de uno de los cuatro Estados estadounidenses en que está autorizada la eutanasia.
Señalemos que fue recién en la década de los años ochenta, donde aparecieron los primeros artículos en la prensa de Detroit, EE.UU., que abogaban por la “asistencia en muerte digna”.
El principal propugnador de ésta postura fue el médico descendiente de una familia de armenios, Jack Kevorkian, quien nació en el estado de Michigan.
Salvo la única restricción, “evitar las lágrimas”, ningún otro requisito pidió Betsy Davis, para la ceremonia. Su mensaje electrónico terminaba diciendo: “Son muy valientes por despedirme en mi viaje”.
Ninguno(a) de la treintena de asistentes se permitió una debilidad que quebrase el espíritu de fiesta, aunque interiormente estuviesen hechos trizas. Abstraerse de la pena propia, sabiendo que subyace dolor frente a lo inaplazable, es un inconmensurable testimonio a la amistad.
Eso les permitió a todos ellos cumplir con los deseos de Betsy y departir sus últimas horas sin pesadumbre. Como si nada los entristeciese, escucharon música en vivo y se deleitaron saboreando pizzas del restaurante favorito al que solía ir Davis en tiempos que su salud no era un obstáculo para su desplazamiento. Cuando se acercaba la hora postrera, empezó la despedida de ella con un beso y rodeándola se agruparon para fotografiarse por última vez.
Acto seguido, sus familiares procedieron a trasladarla a lo alto de la colina próxima a la propiedad para que pudiera ver su última puesta de sol, como ella quería, antes de ingerir la composición letal como si se tratase de un ticket para abordar el vuelo y emprender su último viaje.
Había llegado la hora para sus amigos. Ahora podían dejar fluir las lágrimas.
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