De acuerdo a las cifras del Ministerio de Educación, el 98% de los estudiantes a nivel nacional han vuelto a la presencialidad. Este momento había sido largamente esperado no sólo por las autoridades, sino también por las y los miles de estudiantes que hoy recorren los diferentes establecimientos y campus, algunos por primera vez a pesar de cursar ya segundo o tercer año.
Es que la pandemia del Covid-19 ha traído enormes consecuencias en la vida de las personas en el mundo entero, y la tan natural vida estudiantil pre Covid hoy es completamente diferente.
Luego de dos años de virtualidad en la entrega de contenidos de enseñanza no podemos rehuir la necesidad de evaluar los pros y los contras de esa modalidad. Un error que se podría cometer es centrar la mirada sólo en el retorno y no reflexionar en torno a las falencias que dejó en nuestros estudiantes las clases a distancia, en donde no sólo se sacrificó la tan necesaria interacción social entre pares, sino que se hizo compleja una eficiente evaluación de los aprendizajes y se cercenaron por dos años las experiencias prácticas.
Por otro lado, es verdad que las y los alumnas tuvieron la posibilidad de evitar largos tiempos de traslados (con la consiguiente disminución de contaminación y huella de carbono que eso genera), organizaron mejor sus tiempos personales e incluso tuvieron la posibilidad cierta de tomar cursos en otras regiones, e incluso de otros países.
Por su parte, los docentes y trabajadores de la educación también ahorraron recursos (dinero y tiempo) en esta modalidad y también fomentaron una mayor y mejor vida familiar. El retorno sin una correcta evaluación que permita cerrar las brechas generadas, pero al mismo tiempo aprovechar las ventajas de lo vivido, nos encierra en una visión cortoplacista que solo mira los indicadores externos, las metas inmediatas pero no nos proyecta hacia un futuro que consolidan la educación del futuro.
Cuando estamos tan pendientes de indicadores externos y a veces tan pasajeros como el porcentaje de asistencia física, la cantidad de salas, o los años de acreditación de una institución caemos en el ilusionismo de creer que estamos construyendo un futuro exitoso cuando en realidad solo hemos salido bien (o mal) en una fotografía puntual. Es importante tener buenos indicadores, por supuesto, pero los indicadores no pueden ser una meta en sí misma sino que deben ser el resultado de un trabajo interno que implica la reflexión de lo realizado, de lo vivido, que implica la participación de todas las partes que integran las comunidades educativas quienes acuerdan los recursos y metodologías adecuadas mirando el futuro de largo plazo.
El hecho de haber retornado a la presencialidad solo puede ser visto como un éxito sanitario pero no debemos caer en la tentación de creer que eso en sí mismo mejora los procesos de aprendizaje, pues pensar así nos impide activar los ciclos de mejoramiento continuo en donde aprendemos de lo vivido y no negamos lo ocurrido escondiéndolo bajo la alfombra. En un sistema en donde la calidad externa es cada vez más estandarizada y conseguida por muchas instituciones, la calidad diferenciadora se verá reflejada en aquellos planteles que aprenden de lo vivido, favoreciendo la participación de todos y todas. No caigamos en la ilusión de pensar que lo que venimos haciendo hace décadas, es lo mejor que podemos hacer.
Desde Facebook:
Guía de uso: Este es un espacio de libertad y por ello te pedimos aprovecharlo, para que tu opinión forme parte del debate público que día a día se da en la red. Esperamos que tus comentarios se den en un ánimo de sana convivencia y respeto, y nos reservamos el derecho de eliminar el contenido que consideremos no apropiado