¿Mejorar o hundir la educación pública?

La escuela pública desempeñó un rol esencial en el proceso de integración nacional en los siglos XIX y XX. Nuestros grandes educadores, José Abelardo Núñez, Valentín Letelier, Manuel de Salas, Miguel Luis Amunategui, Darío Salas y otros, defendieron la necesidad de una escuela laica, inclusiva y democrática, en la que tuvieran cabida todos los niños y jóvenes, independientemente de su origen socioeconómico.

Es cierto que la escuela no tiene el poder de reformar la sociedad, pero pocos discuten que puede ser un valioso instrumento para compensar las diferencias de origen y favorecer la cohesión social. La educación, además, puede alentar la autonomía de los individuos y el sentido de solidaridad, lo cual se vincula con la concreción del ideal democrático.

Por desgracia, la educación pública sigue perdiendo gravitación. Hoy representa aproximadamente el 35% de la matrícula total. Se requiere revertir tal situación.Necesitamos una educación pública de alta calidad, que contribuya al avance de Chile al desarrollo y que ayude a construir una sociedad más justa.

Algunos creen que la educación pública será mejor si se elimina la competencia de los colegios subvencionados. Es una visión mecanicista. La educación pública ganará prestigio si demuestra que entrega una mejor enseñanza, si ofrece garantías de continuidad y calidad de los estudios. Si ello ocurre, las familias no dudarán en matricular allí a sus hijos.

En Chile ha habido y seguirá existiendo enseñanza pública y enseñanza privada. Lo que corresponde es que el Estado fije reglas claras en ambos casos y procure que la provisión mixta no agudice la segmentación social.

Por ello, el actual gobierno y los siguientes tienen que comprometerse a fortalecer la educación pública, sin perjuicio de seguir apoyando a los sostenedores particulares que colaboran con el Estado. En ambos casos, se requiere una fiscalización rigurosa. Al respecto, es justo valorar que el ministerio de Educación cursó el año pasado más de 500 multas por infracciones a la subvención preferencial, cometidas tanto por colegios subvencionados como municipales.

Para que la educación pública logre estándares superiores, deben confluir varios factores: mayores recursos (subvenciones, infraestructura, equipamiento, remuneraciones); mejor gestión financiera y administrativa de los colegios; liderazgo pedagógico de los directores; elevación del desempeño docente; colaboración entre maestros y estudiantes; etc.

Pero los colegios públicos también necesitan estabilidad, factor que es muy apreciado por los padres y apoderados. Es obvio que un establecimiento no logrará buenos resultados si vive en estado de convulsión permanente. No es posible elevar la calidad si las clases están suspendidas.

La experiencia de 2011 fue muy costosa para numerosos colegios municipales que permanecieron paralizados por varios meses, en el marco de un conflicto en el que los estudiantes secundarios marcharon a la zaga de los universitarios, sin claridad de objetivos. Debido a ello, a fines del año pasado muchas familias buscaron otros horizontes.

Si los liceos municipales siguen siendo un terreno de disputas ciegas, de tomas y retomas, será muy difícil llevar adelante un proceso de real mejoramiento del proceso educativo.

Las consignas maximalistas no contribuyen a que los adolescentes adquieran conciencia de sus propias responsabilidades.

Alguien podría decir: ¿Por qué negarles a los jóvenes el derecho a soñar? No se trata de eso. Está bien que sueñen, pero será mejor si lo hacen con los pies en la tierra.

¿Tienen derecho a reclamar y protestar? Por supuesto, y para su suerte nacieron en democracia, lo que les permite hacerlo sin grandes riesgos. Pero también deben cumplir con sus obligaciones, tal como los demás cumplimos con las que nos corresponden.

Los halagos no les sirven a los estudiantes. Lo que sí puede ayudarles es que los adultos les aporten información y elementos de juicio. Necesitan aprender a razonar con cabeza propia y a valorar el diálogo, para lo cual deben disponerse a exponer sus argumentos y a escuchar los que aporten los demás. Se convertirán en adultos dentro de algunos años, y tendrán que ser autosuficientes en todo sentido.

Ni la anarquía ni la violencia sirven para mejorar la educación pública. El efecto directo de las ocupaciones de estas semanas (que muestran un movimiento estudiantil disperso y confundido) es que nuevas familias están llegando a la conclusión de que no vale la pena que sus hijos sigan matriculados en los liceos municipales.

El Instituto Nacional ha sido por mucho tiempo el liceo estrella de la educación pública.Los alumnos que allí estudian –seleccionados entre aquellos con mejor rendimiento en los colegios de la capital-, son privilegiados en más de un sentido. Pero el Instituto puede deslizarse hacia la decadencia por efecto de las tendencias autodestructivas que parecen imperar en las asambleas.

Creer que la intransigencia es la llave que abre todas las puertas sólo conduce al extravío.

No sirve que los dirigentes estudiantiles traten de traidores a los parlamentarios que no votan como ellos quieren. Tampoco sirve que llamen a “funar” las elecciones municipales.

Es mucho lo que debe mejorarse en la educación pública. Algunas mejoras dependen de los cambios institucionales que están en curso (Agencia de Calidad, Superintendencia de Educación), otras del apoyo pedagógico del ministerio, pero lo central será el trabajo bien hecho en los propios colegios.

Ya dependan de los municipios, ya de otra estructura que se cree, no vendrán desde fuera las innovaciones del proceso educativo, que es lo que realmente importa. Los avances sustanciales tienen que producirse en la sala de clases y, por ello, el desempeño de los profesores es definitorio.No son el ministro ni los alcaldes los que irán a enseñar mejor las matemáticas, la biología o el dominio del idioma.

No basta con lanzar proclamas a favor de la educación pública si en los hechos se fomenta su deterioro. Lo que se requiere es trabajar duro para elevar la calidad de la labor docente.

Ello exige de los maestros una firme voluntad de superación y perfeccionamiento, con el fin de que entreguen una enseñanza de mejor nivel a sus alumnos. En ellos hay que pensar en primer lugar. Qué valioso sería que el Colegio de Profesores entendiera esto.

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