Cuna

"Ellos pedían esfuerzo, ellos pedían dedicación, ¿y para qué?, para terminar bailando y pateando piedras", cantaban Los Prisioneros en el himno generacional más lúcido que Chile haya producido. ¿Sabrá Jorge González que, entre riff y coro, logró encapsular uno de los dilemas ético-políticos más persistentes del pensamiento occidental? Probablemente no le importaba. Pero eso solo vuelve más aguda su intuición.

El debate sobre el mérito no nació en los pasillos de Harvard ni en los paneles de matinales. Ya a fines del s. IV y principios del s. V, los pelagianos y los agustinianos debatían -con más pasión que las redes sociales y menos ironía que esta columna- si el ser humano se salva por su esfuerzo o por pura gracia. Pelagio creía en el poder de la voluntad, del propio esfuerzo. Agustín, más escéptico, atribuía todo a la intervención divina. Ahora, cambien "gracia" por "contexto socioeconómico" y voilà: estamos en 2025.

Hoy, la meritocracia se presenta como una religión civil. Una fe inquebrantable en que el éxito es resultado directo del esfuerzo individual, como si todos partiéramos desde la misma línea de salida. Michael Sandel, con su habitual elegancia, recuerda que lo que solemos llamar "mérito" no es más que suerte disfrazada: el país donde nacimos, la genética que heredamos, el amor o el abandono que moldeó nuestro cerebro desde la infancia. Lo llama suerte moral, y dentro de ella hay una variante aún más subversiva y es la suerte constitutiva, ese concierto de disposiciones emocionales y cognitivas que uno no elige, pero que se espera que administremos como si estuviera a nuestra entera gerencia desde la cuna.

Por ello, tratar el talento como una propiedad privada -una especie de cuenta de ahorros moral- no es solo una torpeza teórica. Es una forma políticamente elegante de justificar el privilegio como si fuera virtud. Es como aplaudirle al que ganó un triatlón, sin mencionar que partió 10 kilómetros más adelante y con bicicleta eléctrica.

El mérito, por su parte, ese tótem moderno, no es neutro. Es una construcción ideológica vestida de sentido común. Y su función más perversa es hacer que los afortunados se sientan virtuosos y que los desposeídos, además de excluidos, se sientan culpables. "El que quiere, puede", nos dicen, mientras cierran la biblioteca, se incendia el consultorio y el transporte escolar -cuando existe- pasa una vez al mes. Entonces, repetir esa frase como un mantra no solo es intelectualmente precario; es una forma de crueldad disfrazada de autoayuda.

Nada de esto niega el valor del esfuerzo. Lo que se discute es el marco. ¿Qué condiciones mínimas deben existir para que el esfuerzo tenga sentido? No se trata de denigrar la resiliencia, sino de preguntarse cuánto de ella es posible exigir a quien ha vivido con hambre, miedo o inestabilidad permanente. Por ello, cuando se canoniza el mérito sin mirar el suelo que pisa, "la cuna" se convierte en una coartada moral para perpetuar privilegios heredados.

Y en Chile, donde el linaje sigue pesando más que el talento, la cosa adquiere ribetes tragicómicos. Hoy, cuando algunos candidatos presidenciales calculan que hablar de "cuna", como si vinieran del barro, les otorga ventaja en la urna de votación, asistimos a un espectáculo digno del absurdo. Es como ver a miembros de la nobleza imperial jactarse de su "contacto con el pueblo" porque una vez fueron a Fantasilandia.

Es absurdo, porque sabemos que todos nuestros candidatos -¡qué coincidencia!- vienen de alguna élite, sea ella intelectual, empresarial o política. Y todos actúan como si hubieran llegado ahí por esfuerzo propio, no por redes, apellidos o capital cultural.

Pierre Bourdieu ya lo había advertido al decir que el capital heredado se disfraza de mérito, y el sistema entero se encarga de validar esa ilusión. Pero la neurociencia contemporánea ha llegado con malas noticias para los defensores del Evangelio meritocrático, pues, la arquitectura del cerebro humano está moldeada por experiencias tempranas, por vínculos afectivos estables, por entornos estimulantes... o por su ausencia. ¿Entonces, dónde queda el mérito en un sistema que moldea el potencial antes de que el sujeto pueda siquiera hablar?

Quizás sea hora de una pequeña herejía cognitiva al estilo H.D. Thoreau ensayando una desobediencia amable y negarnos a seguir midiendo la dignidad humana con reglas basadas más en un mito bien contado que en la evidencia disponible. Porque a veces, la verdadera revolución no es subir la escalera del éxito, sino cuestionar quién la construyó, con qué materiales, y por qué siempre hay algunos que parten desde el primer peldaño y otros que ni siquiera alcanzan a verla. O como diría el mismo González:

"Y no fue tan verdad, porque esos juegos al final
Terminaron para otros con laureles y futuros
Y dejaron a mis amigos pateando piedras"

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