Al principio pareció la insolencia habitual de Donald Trump. La senadora Elizabeth Warren se transformó en blanco preferido de las ironías infantiles del Mandatario. “Pocahontas” le llamó. Warren se había públicamente declarado como descendiente Cherokee.
La suya era una declaración importante: reconocerse parte de una de las muchas naciones que conforman el mundo indoamericano sometido al imperio occidental no deja de ser significativo, se trataría de la única y primera Senadora “indígena” de los Estados Unidos.
No obstante había un detalle, la suya no era más que una declaración y, a objeto de defenderla, la senadora recurrió a una de las tantas empresas que proporcionan información genética y tenía razón. ¿La tenía? La suya era una proclama fundada en el vínculo biológico que une a las generaciones en una historia humana cuya naturaleza siempre ha sido la de la hibridación. En el contexto de una civilización obsesionada por la genética que olvida la historia, puede resultar fácil proclamar una cierta ascendencia indígena.
En otro rincón del mundo, las voceras del pueblo Mapuche de la Región de Aysén expresaban su profundo malestar por no sentirse representadas por una diputada de la zona, cuyo apellido es mapuche.
Las dirigentes locales le exigían reconocerse como mujer mapuche, subrayando que “nuestros atuendos no son un disfraz”. Al igual que los genes, los apellidos parecieran divertirse con el uso que de ellos hacen las personas.
Tanto para Elizabeth Warren como para la diputada no resulta simple sortear los escollos que plantea el reconocerse o no como mujeres indígenas. En ambos casos las contiendas atañen a mujeres, lo que no es casual.
Una lectura más atenta permite discernir que la distribución de privilegios, anclada en la genealogía y la genética, no encuentra sino en el poder reproductivo su mejor herramienta. En este sentido, el control de la mujer, de su sexualidad, de su cuerpo, de sus deseos y de su progenie asegura al hombre perpetuar sus espacios de poder.
La discusión sería pueril a no ser que la enfermiza obsesión por la raza un conveniente invento del racismo, vuelva a cobrar un lugar central en la política contemporánea.
Tampoco lo es en un país donde la clase y los apellidos, como el color de la piel, son el medio preferente para distribuir cargos, prebendas y prestigio.
La sangre o el nombre sea en la lucha por el reconocimiento o por el ejercicio del poder para “hacer de nuevo grande al mundo blanco” o “para que ningún chileno se quede atrás” cobran vigencia. La raza, la etnia o la genealogía invocan condiciones de origen para deslindar franquicias y administrar estigmas.
La genética proporcionaría los fundamentos científicos para justificar estos procesos diferenciadores y de aquí que es necesario reflexionar acerca de su papel en la sociedad contemporánea.
La sobrevaloración de un repertorio de carácter errático, híbrido, azaroso y que carece de sentido mientras no se le movilice es síntoma de una pobre definición de la condición humana, un mero envoltorio del material genético según lo sugiere Richard Dowkins, el polémico biólogo británico.
Así podría entenderse desde la perspectiva del una vez best seller, The Bell Curve (1994), donde se sugería una correlación entre la población negra y los bajos coeficientes intelectuales.
Tal vez con el mismo ropaje científico se podría establecer que las personas que producen cerumen de tipo húmedo en oposición a los productores de tipo seco son más o menos inteligentes que los otros. El color de la piel y la producción de cerumen son fruto de la herencia biológica, como lo son la talla, el color de los ojos o el tipo de cabello.
“Las personas de ojos claros son harto más inteligentes que las de ojos castaños”. ¿Es creíble? ¿O que las de pelo rizado son más sensibles que las de pelo liso? La genética está, en este sentido, llamada a cumplir papeles más importantes que definir a una raza que no existe.
Los romanos construyeron de mejor modo estas relaciones. Al menos en lo que a hijos se refiere, a quienes se presumía como tales a las y los habidos dentro del matrimonio.
No eran los hijos los que generaban el derecho sino que el derecho generaba a los hijos. Pero el derecho también generaba legitimidades e ilegitimidades que conferían a las clases patricias sus privilegios. El cálculo romano no era genético sino genealógico, cálculo que con el tiempo fuera emulado por nuestras anodinas oligarquías locales, las que, hasta nuestros días, se han atrincherado en sus apellidos.
Si no es la genética ni la genealogía aquello de lo que están hechas las sociedades, es la historia lo que les da vida. Es la historia de las grandes maniobras de grupos corporativos como también lo es la de los giros más modestos, vividos en el barrio, puertas afuera o puertas adentro.
Elizabeth Warren, ahora precandidata a la Presidencia de su país, yerra al proclamar su ascendencia genética (y se arrepiente de haberlo hecho). Así se lo hace ver Rebecca Bagle, una activista y escritora Cherokee. “Decir que tienes ancestros Cherokee significa decir que tu familia sufrió y sobrevivió al genocidio que nuestro pueblo padeció”, arguye Rebecca Bagle. La condición humana no está en la sangre, está en la historia.
No es extraño leer o escuchar, a su vez, a conspicuos miembros de la elite chilena subrayar que algo de sangre indígena corre por sus venas. Pero como dice Zulema Calfulef, presidenta y ñizol de la comunidad Calfulef de Coyhaique, “No basta sólo con tener el apellido mapuche, cuando decimos somos mujeres mapuches lo sentimos en nuestro ‘piuke’ (corazón)”.
Que por las venas de Warren corran algunas gotitas de sangre indígena no la convierten en una mujer indígena. Ni aún cuando toda su genética fuese indígena - cosa imposible, por lo demás - no sería necesariamente indígena.
O que la aludida diputada por Aysén lleve apellido mapuche no la hace mapuche. De aquí que Zulema Calfulef, otra vocera aysenina, la invite “a sentarse con nosotros a conversar como mujeres que somos”. “Usted”, continúa Zulema, “lleva por lo menos un apellido indígena y aunque no es una mujer mapuche, la invitamos a conversar en una mesa con nosotros, la invitamos a dialogar”.
Y ello por la simple razón de que lo indígena, como Zulema lo recalca, se vive, no se hereda ni genéticamente ni en los apellidos. Es la vida cotidiana en la comunidad, es el hacerse parte del anhelo común del ser colectivo, es la aspiración a ser reconocido y respetado en su diferencia lo que hace a la persona indígena, cualquiera sean los genes que se hayan cruzado en su genealogía.
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