Distintas situaciones indican que parece haber llegado el momento de tomarse en serio las demandas femeninas por una igualdad efectiva, pero antes de eso hay que definir un par de cosas para asegurar que todos estamos hablando más o menos de lo mismo, de manera que podamos lograr algún acuerdo y conseguir que las polémicas arrojen algún resultado útil.
En primer lugar, decir lo obvio. La posibilidad de las mujeres de haber ido consiguiendo mejores condiciones es mérito exclusivo de ellas. Los hombres - si fuera posible, al igual que las mujeres, englobarlos en un solo conjunto - sólo han obstaculizado sus reivindicaciones, ya sea de forma consciente o inconsciente, y eso es natural porque las demandas femeninas son percibidas por lo general como una amenaza al status quo y sólo una comprensión fina de la justicia de estas reivindicaciones podría llevar a los hombres a darles su apoyo y ese es un asunto que no se enseña.
Lo que tenemos son amenazas de prisión pero muy poco de la información que permite un verdadero entendimiento de la especificidad de los derechos femeninos.
Sería absurdo suponer que unos y otros están en el mismo grado de compromiso y preocupación por el tema de la igualdad.
Del mismo modo, ni unos ni otros están totalmente preparados para aceptar al otro, porque no se trata de un asunto exclusivamente económico, sino que trasciende a todos los ámbitos de la vida en sociedad, incluyendo el plano doméstico de la vida en familia. Lo vemos además en la intolerancia que nos afecta como sociedad frente a cualquiera que sea de alguna manera diferente.
En este sentido, si bien resulta comprensible la exigencia de iguales salarios para funciones similares, la situación se vuelve más difusa a la hora de establecer la igualdad al interior del hogar y la experiencia muestra que en ocasiones la balanza se inclina al lado opuesto, manteniendo el mismo desequilibrio sólo que en otro sentido. Nuevamente son la falta de entendimiento y la carencia de una empatía real las que generan estas situaciones.
Son comprensibles las desconfianzas, los rencores e incluso las posiciones de rechazo y revancha de uno y otro lado. Lo que no es comprensible es que se llegue a un punto en el que hombres y mujeres aparezcan confrontados, como si fueran especies distintas, cuando sólo son dos géneros diferentes de un mismo animal.
Resulta, entonces, indispensable definir cuál es esa igualdad ideal, sabiendo que es difícil conseguir un estado idílico y que no basta tampoco con igualdad salarial. Esa igualdad tiene que establecerse en el contexto de la colaboración y quien no lo comprenda de esa forma arriesga la posibilidad de un acuerdo social e intrafamiliar realmente satisfactorio.
Como sociedad nos encontramos en un punto en el que se produce la tentación de negar cualquier acuerdo, como ocurre en todos los procesos de cambio, como cuando se eliminó la servidumbre o el esclavismo, como cuando se reconoció el derecho a voto de los ciudadanos sin bienes o educación e incluso cuando se acerca la incertidumbre de un simple cambio de Gobierno. Siempre aparece la idea de ir contra la corriente y promover el regreso a ese estado en que no había tensión por la vía de la fuerza si es necesario, pero esa es una tentación sin fundamento.
A veces da la impresión que para algunas mujeres los hombres sólo tienen importancia por sus espermatozoides, del mismo modo que hay hombres para los cuales las mujeres solo son un objeto sexual. Centrar la discusión del tema en lo sexual es un retroceso y lo que se requiere es evolucionar como una especie integrada y colaborativa.
Finalmente, es posible concluir que, como sociedad, tanto en este tema como en otros, exhibimos un grado de madurez mínimo y en oportunidades prácticamente infantil. Hay que informarse más, hay que conversar más y tener mayor disposición para acoger los puntos de vista del otro, sin suponer ni intentar imponer visiones predeterminadas.
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