Proyecto de Ley "Uber" y la urgencia de regular con equidad

En tierra derecha entró en las últimas semanas la discusión parlamentaria del proyecto de Ley que regulará las aplicaciones de transporte privado y que busca ordenar -desde la perspectiva operacional - qué obligaciones y responsabilidades tendrán los servicios como Uber, Cabify y la china Didi, próxima a ingresar al mercado chileno.

Si bien la aprobación del proyecto desde la Cámara de Diputados y su paso al Senado, donde se discute en la actualidad, fue un significativo avance luego de varios años de incertidumbre e informalidad, el proyecto comienza a abrir un debate interesantísimo del que los municipios no podemos estar exentos.

Para comprender el debate, revisemos qué elementos regularía la futura Ley. En primer lugar, apunta a un cambio de percepción respecto del modelo, pues a partir de su entrada en vigencia, si lo hiciera tal como está hasta hoy, las empresas deberán comenzar a ser consideradas “sistemas de transporte formal” y no “aplicaciones” como se les califica actualmente, lo que implica un bajo nivel de responsabilidades y deberes respecto del servicio que ofrecen.

Por otro lado, permitirá que las firmas operadoras pasen a pagar impuestos (como cualquier actividad remunerada), deban contratar seguros, exijan licencia de conducir profesional a los conductores y estén obligadas a entregar a la autoridad sus registros de viajes.

En el debate, al proyecto se le ha calificado como “excesivamente regulatorio” como lo hizo recientemente Libertad y Desarrollo, que puso su énfasis en aspectos como la incorporación de la facultad para que la autoridad limite o congele el parque, fije tarifas y mantenga un registro oficial de conductores y vehículos en el ministerio de Transportes.

Sin embargo, desde la perspectiva del servicio al usuario, su seguridad y la equidad en el uso del espacio público, coincido con la ministra de Transportes y Telecomunicaciones Gloria Hutt, pues estamos hablando de servicios que no pueden quedar en la informalidad.

No podemos, como autoridades, permitir que quienes ofrecen un servicio de traslado y cobran por ello, no estén sometidos a instancias mínimas de regulación, como poseer una licencia de conducir profesional.

Tampoco es sano, desde la perspectiva de la movilidad urbana, que se abra la puerta al crecimiento inorgánico de estos sistemas, pues el abandono regulatorio a la suerte del mercado podría traer consecuencias irreparables y un costo enorme para otro tipo de usuarios: los que usan el transporte público, que no pueden pagar un traslado privado y requieren que el espacio urbano sea utilizado con equidad para no afectar sus tiempos de traslado y por ende, su calidad de vida.

Si analizamos bien el debate podremos advertir que más allá de los intereses del gremio taxista o de los conductores de las aplicaciones, es más importante asegurar un acceso equitativo de todos los ciudadanos a una gama - ojalá cada vez más diversa - de servicios que les permitan contar con las mismas oportunidades para cumplir sus necesidades de movilidad en los menores tiempos posibles.

Una política pública sobre movilidad no debe perder de vista los intereses de los ciudadanos que más  la necesitan, pero no siempre cuentan con los recursos para escoger entre las alternativas disponibles. Es a ellos a quienes las autoridades debemos mantener - o incluso intentar mejorar - su estándar de servicio y las expectativas respecto de una mejoría en su calidad de vida.

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